Cine

Julieta: Almodóvar y una película hipnótica

Por Vanesa Fognani

Es la primera vez que me animo a escribir sobre una película de Pedro Almodóvar. Las palabras surgen con una verborragia poderosa, veo Julieta, su última película, pero también viene a mí su filmografía completa. Ví la primera película del director español casi a escondidas, como esa picardía de temprana juventud.

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La ley del deseo, película icónica de una época, generó y formó mi inquietud cinéfila: el desenfado y la transgresión de Almodóvar me acercaron al cine y a la idea de disfrutar del color, de la explosión sensual de cada primer plano, de contemplar y emocionarme con una banda sonora, de sonrojarme ante el atropello del sexo.

Recuerdo a Carmen Maura (Tina), bellísima, bailar en medio de la noche y empaparse ante los ojos del gran Eusebio Poncela (Pablo): su ropa mojada en plano detalle y la armonía y la belleza de los cuerpos en movimiento – la rapidez del primer cine de Almodóvar me pareció alucinante- hicieron que esa escena, entre tantas, perduraran en mi mente a lo largo de poco más de tres décadas.

 

Yo quería ser Bibi Andersen, la rubia despampanante que bailaba “El baile carcelario”, esa especie de cuarteto, en la gran Tacones Lejanos. Quizás por ese deslumbre, que me inyectó el genial Almodóvar, fue que imité muchos años el “batido” de la cabellera de la blonda.

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Todas las películas de Almodóvar me marcaron y toda mi sensibilidad femenina se despertó como un huracán, a veces delineado en la carcajada -¿Qué he hecho yo para merecer esto! fue una película que me hizo reír muchísimo- o muchas veces en el llanto – la escena de Marisa Paredes cantando “Piensa en mí” de Luz Casal, es conmovedora- o me sentí libre y espléndida como esos segundos de plenitud que tiene el personaje de Lucía (Julieta Serrano) con sus pelos al viento en Mujeres al borde de un ataque de nervios. Porque las películas de Almodóvar son liberadoras y siempre placenteras.

Con Julieta se me vino todo “Pedro” encima. El fetiche del color rojo como mecanismo estético para marcar un personaje, la historia clásica del melodrama que lleva al espectador de las narices de una manera apasionante.

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Julieta es sensual, desde los créditos iniciales, con ese primerísimo primer plano de una blusa roja de seda que muestra a una mujer sofisticada, terriblemente bella. Su departamento es moderno; en ese espacio minimalista, un hombre, Lorenzo, la anima a un viaje a Portugal y ella se muestra feliz. Pero un encuentro ocasional en la calle, en algún lugar de la gran Madrid, dará un giro a la historia.

Julieta – Emma Suárez– es la “Julieta” de la madurez, la que reflexiona y se anima a contar el cuento desde la narración en off, donde el “había una vez” se reemplaza por “tengo que contarte como conocí a tu padre”. Julieta escribe, cuenta – nos cuenta- y el flashback la encuentra jovencísima, con un corte ochentoso, pero con la misma belleza, ahora de juventud. Adriana Ugarte es la Julieta de la temprana edad.

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En esta historia de idas y vueltas en el tiempo, Almodóvar construye una película hipnótica. Las dos Julietas – los outfit de las protagonistas son increíbles- son por igual atrayentes, y la historia, trágica -Julieta ama la tragedia- marca un discurso plagado de pasiones amorosas. Almodóvar vuelve a hacer radiografía de sus personajes, se detiene en cada detalle – el rojo como pulsión de deseo embellece cada una de las escenas- elige minuciosamente cada sonido, cada melodía puntúa las peripecias y las emociones de los protagonistas.

Hay que ir a ver Julieta obligatoriamente, porque Almodóvar en ella celebra al cine.

 

Vanesa Fognani

Lic. en Ciencias de la Comunicación, y crítica amateur. Amante de los dramadies ochentosos, decidió hacer de la crítica un hábito y un hobbie para preservar su salud mental. Edita la sección de cine de este portal y antes garabateó en la columna semanal “Jueves de estreno” en el portal de noticias NOTINAC. Ir al cine le salvó la vida.