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Hay muchos motivos por los que una serie puede caerse a pedazos: los niveles de audiencia bajan considerablemente sin dejar mucho que hacer, la química entre los actores tiende a desaparecer o la historia llega a un punto del que no se puede regresar y donde es mejor poner un fin a como dé lugar para que los personajes no se agoten a sí mismos. En algunas ocasiones, son los propios guionistas los que van destruyendo todo a su paso. Y muchas veces esto tiene que ver con la baja de la calidad, con una falta de creatividad y coherencia para continuar por un sendero verosímil que conduzca a los protagonistas a buen puerto.
Y es que uno de los criterios más importantes es precisamente ése: el de la verosimilitud. La forma más consciente y traicionera de apuñalar una ficción es atentar contra las verdades que encierra, porque de ello se deduce que aquel que la escribe no sabe cómo contar, cómo barajar y dar de nuevo cuando todas ésas pequeñas amenazas externas que vagan por la industria de la televisión por fin se manifiestan. El criterio de verosimilitud es lo que nos permite fundamentalmente no poner en duda jamás que aquello que viven los personajes es perfectamente posible dentro del universo que habitan. Por más irreal que nos parezca, jamás hemos descreído del mundo que nos describe The Walking Dead, ni tampoco hemos fruncido el ceño ante ninguna de las premisas que nos han propuesto Fringe, Under the Dome o el propio Dr. Who. Porque los personajes son fieles a la historia que cuentan y porque el guion cumple con su trabajo de hacernos creer.
En el Two and a Half Men de los comienzos (allá, hace once o doce años), no dudábamos ni una sola vez que Charlie Harper podía acostarse con trece mujeres en una sola noche. La propia sitcom era la que nos preparaba para creerlo y para reírnos con eso. Pero en cambio, se nos hace muy difícil creer que el desaparecido personaje (entonces interpretado por Charlie Sheen) haya dejado una hija lesbiana (¿en serio?) que de alguna manera continua con el legado de su mujeriego padre. El cambio que atraviesa a Alan Harper (Jon Cryer) también es negativo, teniendo en cuenta que si el espectador debe odiar a un personaje, entonces debe hacerlo por algún elemento más profundo y bien construido que el simple hecho de explotar constantemente y a toda conciencia su costado negativo y estúpido de vividor, fracasado y mediocre.
Tampoco es congruente que Jake (Angus T. Jones) desaparezca del mapa (teniendo en cuenta, sobre todo, que el nombre de la idea es dos hombres y medio en parte gracias al personaje del niño simpaticón); y claro, tampoco se entiende todo lo que los escritores de la serie creada por Chuck Lorre nos proponen en torno a Walden Schmidt (Ashton Kutcher) y a las razones por las cuales todos siguen viviendo apilados en la misma casa de Malibú, otrora propiedad de Charlie Harper. Así de enredado lo vemos al leerlo porque así de enredado es el propio guion: diversos elementos juntos formando una madeja, donde hasta los propios fans han perdido el hilo.
Todo lo que hagan a esta altura Lorre y compañía para arreglarlo simplemente lo empeora, como lo hicieron con la irrupción de Lindsay (Courtney Thorne-Smith) en la boda de Alan. Pocas veces hemos visto destruir a tantos personajes en el afán de continuar con algo que ha caducado. Especialmente en el caso de los últimos dos, que para ser forzados a ir encajando con los parches que se imponían a la trama, han ido perdiendo su eje y su esencia, convirtiéndose en una sátira de sí mismos, haciendo lo mejor que pueden para resistir una actuación desesperada (notoriamente desesperada) en un estudio lleno de gente que se ríe vaya uno a saber de qué.
Menos desesperanzador es el caso de The Big Bang Theory, pensada por muchos de nosotros, hasta no hace largo tiempo, como una de las mejores sitcoms de la era actual. Quizás tenga algo que ver con que a las puertas de la octava temporada los actores se vieron envueltos en un reclamo salarial del que salieron victoriosos recibiendo ¡un millón de dólares por episodio! Esta cuestión hizo que algunos aficionados se detuvieran a mirar con atención: ¿lo valen realmente? ¿Cuándo una idea simplona se convirtió en éste pretencioso montón de chistes fáciles y bazingas? Y esto no se relaciona exclusivamente con la cuestión del dinero: parece que la otra gran estrella de la factoría de Lorre ha encontrado una forma efectiva y pegadiza para causar pequeños golpecitos de efecto en el público. Y se ha quedado ahí.
The Big Bang Theory es, a nivel comedia, el producto que compra aquel que lo quiere todo ya masticado. Es, en el mejor de los casos, una constante copia de sí misma porque una vez hace siete u ocho años encontró una manera más o menos novedosa de hacer reír y se estancó en ése punto. En el peor de los casos, es otra falla de creatividad. La serie se sostiene en gran parte gracias a Sheldon Cooper (Jim Parsons), algo que no sabemos cuánto más podrá durar. Mientras, la octava temporada intenta hacer un poco de hincapié en la vida de los personajes de Raj (Kunal Nayyar) y Howard (Simon Helberg) como una suerte de salvavidas que no sabemos si ha sido lanzado a tiempo.
No es menos cierto que TBBT sigue siendo una de las comedias más aclamadas del momento, y que a diferencia de su prima hermana comandada por Kutcher, se las arregla para seguir haciendo reír y para ostentar un poco de originalidad, al menos, gracias a sus guiones pulidos por el MIT. Lo que no termina de cerrar es aquello de que los creadores imaginaron con perfecto tino a un genio particular y casi inhumano como lo es el personaje de Sheldon. Hasta ahí, todo iba perfecto. Pero a Sheldon había que buscarle una novia, había que hacer que se enamorara, porque ¡qué será entonces del televidente estándar si no terminamos todo con una historia de amor! Y así fue como los escritores se pasaron varias temporadas intentando hacer que su ¿noviazgo? con Amy (Mayim Bialik) fuera verosímil. Cuestión que aún no ha quedado resuelta, por cierto.
Muchas de las falencias que hemos destacado en ambos casos, suceden cuando una serie se cree más de lo que es. No solamente se vuelven pretenciosas a nivel creativo, sino que además disparan una suerte de conflicto con sus protagonistas y todo deriva en historias más o menos dramáticas, como las que ya conocemos: actores principales que dan un portazo, reemplazos que parecen pensados a último momento, choques internos, desgano quizás.
Bien sabemos que a la pobre TAHM la mataron varias cosas: la partida de Sheen en malos términos con casi todos dentro y fuera del elenco, las declaraciones de Angus T. Jones que acabaron por dejarlo fuera en el momento en el que el libro más lo necesitaba, la introducción de Ashton Kutcher, un actor que es sorprendentemente brillante en comedias de situación (quedó demostrado en That’s 70’s Show) pero con la dificultad de que tanto él como su personaje no encajan absolutamente con nada de lo que propone la sitcom de Lorre. Ni que hablar entonces de Jenny (Amber Tamblyn), la hija de Charlie que viene a llenar un poco los espacios y a tratar de emparchar el hueco que quedaba en los dos hombres y medio, confirmando que lo mejor que podía pasar era elaborar un buen final allá cuando el mayor de los Harper nos dejó en la ficción.
Este tipo de comedias es inestable, es cierto. Un día nos encontramos con un capítulo casi por casualidad, nos sacan un par de risas, nos enamoran. Después una parte de su audiencia inicial se agotará, porque la sitcom no construye horizontalmente y termina siendo un entretenimiento ocasional. Pero también es cierto que hay criterios que deben estar presentes. Es entonces cuando podemos perdonar que TBBT haya nacido como una serie sobre cuatro simpáticos nerds con problemas para relacionarse con mujeres y que haya devenido en cuatro parejas que se esfuerzan por ser funcionales. Lo que hizo TBBT en su momento rompió un molde y las objeciones que vamos haciendo de ahí en adelante, más allá de la cuestión de gustos, son leves. Pero no debe descuidarse y quedarse cómoda en su rol de sitcom del momento. El caso de TAHM es todo lo que debe hacerse para que una serie salga mal.