Cine

El colesterol es lo de menos en El Movimiento

Por Juan Revol

El primer plano de un militante viejo ocupa la pantalla de mi netbook. La cara es firme, tiene los dientes gastados por el tabaco y todos los poros de su vejez revolucionaria/dictatorial exaltados. La nitidez de esa vejez es perturbadora, y tan perfecta y cuidada como la de un personaje de Play Station 4.

El militante viejo está enojado. Como si se le escaparan las palabras para precisar su ira, pregunta:
– ¿Pero qué clase de revolución van a hacer ustedes, manga de trastornados?
Un joven, de espaldas a la cámara, todavía desenfocado, responde:
– Nos queremos divertir.

Así empieza El Movimiento. Con un grupo de jóvenes desterrando democráticamente a un viejo de su modesta sociedad secreta por necesitar otro justificativo para actuar que no sea pasarla bien. A lo largo del corto, se ve un set increíble. También, se disfruta de muy buena música. Se nota un cuidado de los detalles exhaustivos, por ejemplo, en el empleo del lenguaje inclusivo asexuado en los títulos del noticiero. Aparecen personajes salidos del bestiario urbano más sincero: un gobernador con un quinchito de lo más pintoresco y referencial, un gerente de un local de comida rápida con grasita en el pelo a más no poder, una mamá milf que se curte al gobernador del quinchito.

Y todo lo que pasa se resume a ese enunciado: “Nos queremos divertir”. Está claro que esa negación política, esa ridiculización del militante viejo por reclamar “ideales” para actuar; puede leerse (o, inclusive, debe leerse) como un gesto de pronunciación política. Y qué glorioso resulta ver que alguien se pronuncie sobre la diversión.

En el corto, conmueve muchísimo cómo estos seis anarquistas son lo suficientemente minimalistas y retorcidos (por más que suene paradójico) para priorizarla sobre las vidas del gobernador y algunos civiles cuando deciden envenenar las papas de un local de comida rápida. En cierta forma, es hasta esperanzador. Los personajes, cada uno desde su lugar en el universo, oscilan todo el tiempo entre entender y no entender las implicancias de su juego. Ignacio es el líder perfecto: lo suficientemente loco y solitario como para tomárselo en serio. Bartolomé es un militante muy comprometido. Sólo vi un compromiso como el de él en mis amigos militantes de partidos de izquierda. Pero lo divertido en este caso es ver a alguien así no comprometido con un partido político, sino con un grupo de anarquistas inseguros.

El grupo funciona muy bien, es interesante cómo este anarquismo impreciso logra reunir adeptos tan contrarios, como a Bartolomé con su casa de barrio recontra enrejada y al neurótico coleccionista de té Marcelo con su pequeña mansión en un country. El anarquismo propuesto logra trascender todas las diferencias de clases que resultan determinantes en cualquier otro entramado político. A estos anarquistas eso los tiene sin cuidado, porque para envenenar gente no hace falta ser rico ni pobre. Ismael es, quizás, el más indescifrable de todos. Gabriel enternece tirándole la cara a Amanda. Se nota que no quiere matar a nadie, sólo quiere quedarse con la femme fatale venida a menos. Por suerte al último se van de la mano.

Esta fusión de personajes dispares, reunidos por el deseo de divertirse y no por una base política que direccione su accionar, termina por disolver progresivamente los límites entre terrorismo y arte performático. La distorsión de estos límites resulta incidental, y se da como un proceso inevitable que excede las voluntades políticas y/o artísticas individuales. Al final, nadie entiende muy bien qué se supone que está haciendo.

El plan de envenenar las papas de Woopy’s, tan claro al principio, va complejizándose en un barroquismo insoportable para el grupo a medida que se acerca el momento decisivo. Esta confusión en la sociedad secreta termina por volver insostenible lo único que la sostenía: la consigna de envenenamiento. Y ahí reside el “anarquismo puro”, ontológicamente impecable, si se quiere, que propone el corto. De un momento a otro, el objetivo que justificaba todo flujo de acción se dispersa; y los envenenadores dejan de trabajar en equipo.

La distorsión de los límites entre terrorismo y arte performático también logra instalar a la política en el terreno del juego. Sacarle esa solemnidad que le dan las citas al estilo de la clásica de Brecht: “El analfabeto político es tan animal que se enorgullece e hincha el pecho al decir que odia la política. No sabe el imbécil que de su ignorancia política proviene la prostituta, el menor abandonado, el asaltador, y el peor de los bandidos, que es el político aprovechador, embaucador y corrompido, lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”.

Y, quizás lo más interesante del corto, es que no sólo instala a la política en el terreno del juego, sino que la referencia como un juego que permite la posibilidad de destrucción. No siempre tiene que tratarse de construir (o, al menos, de simular que se está construyendo). Poner el poder no en función de la dominación sino en función del caos es hermoso. Puede ser que el caos duela. Más si te disparan o te envenenan. Pero el caos va a acercarnos siempre mucho más a la vida. Porque el caos libera, nos conecta con lo más visceral e incómodo de nosotros y lo deja expresarse sin ningún rodeo pelotudo.

Cuando era chico, gané un premio malísimo en un bingo que organizó mi colegio. Un rompecabezas de mil piezas de un castillo escocés. Llegué a tardar días en armarlo. Y cuando lo terminé, me di cuenta de que lo único que justificó esa pérdida de tiempo fue el placer que sentí cuando lo volví desarmar. Lo desarmé con violencia. En pocos segundos destruí lo que me había llevado más de una semana construir.

Y eso es lo que pasa con la destrucción: siempre va a implicar una especie de valentía necia, de saber que la entropía va a condenar a las cosas a estatuto de irreparable (bueno, por ahí no en el caso del rompecabezas, porque si uno no es pajero siempre puede volverlo a armar). Pero, en general, destruir implica terminar con algo para siempre. Y qué lindo es vivir así, pisando pedazos rotos, cortándonos para sentir el cuerpo y entender lo que es estar vivo. Los anarquistas de El Movimiento explotan. Los lazos del sistema no caótico (la maternidad, por ejemplo: que siga siendo tan complicado matar a una madre) terminan aplacando la implosión silenciosa del veneno. Esa implosión que hubiera logrado destruir el mundo desde adentro.

Como la implosión no se logra, los anarquistas explotan. Es o ellos o el mundo, sin destrucción no hay lugar para los dos. Ignacio queda derrotado, reducido a un humanoide rumiante que mastica el veneno desde el suelo. Es comprensible: si no puede ganarle al mundo, ¿De qué vale vivir?

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FICHA TÉCNICA

Lucas Ferraro, Santiago Pedrero, Pablo Martella, Lucas Escariz, Paula Lussi, Francisco Colja.
Guión y Dirección: Lucas Asmar Moreno.
Producción: Pilar Diamante, Fernanda Rocca.
Asistencia de Dirección: Pipi Papalini.
Dirección de Fotografía: Mateo Massa.
Dirección de Arte: Gabriela Caro, Paola Raspo.
Vestuario: Macarena López.
Peinado y Maquillaje: Yanina González, Lucas Reiccholz.
Sonido: Erwin Otoño.
Música Original: Bosques de Groenlandia.
Montaje y Continuismo: Daniel Bertola.

Juan Revol

Vive en Córdoba. Si todo sale acorde al plan, en cinco años se opera de la vista. Estudia Filosofía y Letras. Lleva publicado dos libros y otros aún siguen entre las sombras.