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Desde el jueves día que fui a ver Zama, estoy mirando esta hoja en blanco. El sonido diegético de los pajaritos y la chicharra vienen a mí como una memoria emotiva de evocación majestuosa, pocas veces me pasa de sentirme abstraída por los sonidos de una naturaleza familiar. Dicen que la crítica, como el cine, incorpora vivencia personales, y quizás un viaje cercano al litoral, me hizo apreciar el esfuerzo loable de la directora Lucrecia Martel por hacernos transitar por el calor intenso y húmedo de la ribera. No leí el libro de Di Benedetto, ni soy seguidora acérrima de Martel, aunque sí ví y recuerdo cada tanto La Ciénaga y La mujer sin cabeza. Martel circula con lentitud, poniendo foco en los detalles, haciendo su liturgia eterna y poética. No todo el mundo disfruta de este tipo de narración y eso hay que decirlo.
Cuando vi La mujer sin cabeza, hace una década, mi impaciencia de juventud poco la glorificó y recuerdo haber escrito risueñamente en contra de la película, lo hice para un blog que compartía con mis compañeros de crítica de cine, me hice la rebelde, como quién va en contra del academicismo cinéfilo, posiblemente así pensaba en esa época. Nunca la volví a ver, pero cuando estaba en la sala viendo la nueva de Martel, veía en Diego de Zama la desesperación y la sordidez de Verónica (María Onetto) en La mujer sin cabeza. En ese momento la recordé íntegramente: La protagonista comienza a desequilibrarse, a transitar, incluso la locura. El plot es mínimo como en Zama: Verónica comienza desmoronarse a partir de un accidente en la ruta. Zama, Don Diego, un funcionario de la corona española necesita “el pase” de Paraguay a Buenos Aires pero la burocracia estatal lo olvida, haciendo que “El corregidor” (como lo nombran sus pares) comience a caer.
Martel juega con el sonido, experimenta, ensordece al espectador y enloquece a Zama (Daniel Gimenez Cacho). Los pajaritos y la chicharra invaden los planos mansos de los espacios de esta tundra. El calor que siente ese personaje que va envejeciendo – extraordinario Daniel Gimenez Cacho- nos involucra en una película que está pensada para que entremos en este juego. Las panorámicas en un ralentí casi metonímico producen una somnolencia imaginativa que nos retrotrae a los mundos de Martel, a esos mundos en donde lo latente se hace presente a través de los sentidos. Y la hoja en blanco, comienza a completarse.
Un elenco en donde quizás Minujin (Ventura Prieto) y Rafael Spregeldburg (Capitán Hipólito Parrilla) se sientan un poco fuera de lugar con la atemporalidad y el uso del lenguaje. Lola Dueña, una actriz inmensa, se pone en el cuerpo de Luciana Piñares de Luenga, una coqueta mujer castiza que seduce con una avidez a Zama, ambos logran las mejores escenas de la película.
Las miradas furiosas y la risa enérgica de la mujer contrastan con un hombre que comienza a apagarse. El calor de las vestimentas fastuosas y la desesperación por el exilio (esas voces en prosa que trastornan a Zama), incomodan. La película termina, uno sale del cine, y sigue sin poder salir de esta atmósfera asfixiante, y aparece la hoja en blanco y el respeto hacia la escritura, y comienzo a temerle a la crítica. Me gusta el cine de Lucrecia Martel, ya no soy rebelde, yo ya maduré.