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En la época de la cultura colaborativa en red, los prosumidores y espectadores emancipados, la democratización del consumo por Internet y de las nuevas formas de creación artística de los ciudadanos comunes y corrientes del planeta YouTube, me llama poderosamente la atención que el símbolo por excelencia que los discursos ficcionales utilizan para representar nuestra actualidad sean los muertos-vivos, más comúnmente conocidos como los ‘zombis’.
Los zombis se han convertido en un discurso que ha invadido todas las plataformas, medios, dispositivos y pantallas, atravesando géneros e incluso propiciando tesis doctorales, ensayos académicos de filósofos, sociólogos y cientistas sociales, protocolos de los “Centers for Disease Control and Prevention” (Centros de Control y Prevención de Enfermedades) del gobierno norteamericano, un Día Mundial del Zombie en el que los cientos de miles de fans de todo el mundo salen a la calle disfrazados de muerto-vivo, y hasta un asesino zombie que sembró pánico en las calles de Miami en 2012.
Hagamos un poco de historia. Los zombis nacieron junto con la literatura y el cine del género fantástico-terror allá por la década de 1930 y eran muy distintos de los muertos vivientes de hoy ya que referían a rituales de magia negra y vudú que permitían hacer resucitar a los muertos para cometer crímenes impunemente. Y así fue hasta que en 1968 el cineasta George Romero estrena “La noche de los muertos vivientes” y refunda las historias de los que ya no serán llamados nunca más zombis sino “caminantes”, “mordedores”, o sencillamente muertos vivientes.
A partir de Romero los zombies serán el resultado de algo que salió mal (un experimento, un arma biológica, una mutación, etc.) o sencillamente un misterio nunca resuelto y que no tiene ninguna importancia ya que las historias modernas de zombis son apocalípticas, es decir, proponen una reactualización del milenario tema del fin del mundo pero ambientado en nuestra actualidad y en ese contexto los protagonistas no son los muertos-vivos sino los humanos sobrevivientes en un mundo colapsado y devastado.
> Ver completa: La noche de los muertos vivientes (1968)
Resulta imposible reseñar las cientos de discontinuidades y dispersiones que han generado y siguen generando los muertos-vivos, sea multiplicando sus historias o generando decenas de narrativas transmediáticas que lateralizan esas historias principales en videojuegos, webisodios, secuelas, precuelas, comics y webseries.
La imaginación parece no tener límites al igual que la afección de los millones de fans del género que no dejan de mutiplicarse por todo el mundo. Estamos frente a un fenómeno cultural
y comercial por excelencia de nuestra época que se reinventa a sí mismo una y otra vez a partir de una idea y un concepto bastante simple y básico incluso estéticamente hablando.
Se dice que estas hordas de caminantes cuyo único objetivo es consumir la carne de los humanos que aún están sanos es una de las más acabadas metáforas de la actual sociedad de consumidores y del espectáculo, en las que los públicos se conforman como multitudes descerebradas que van detrás del pastor, la estrella de cine o el político populista de turno arrasando y devorando con todo aquello que se interponga en su camino: represtación del “Estado de Excepción” de Giorgio Agamben, los públicos neoliberales de Maurizzio Lazzarato, la sociedad de control de Gilles Deleuze o la biopolítica foucaultiana.
En mi caso creo que las historias de zombies son exitosas porque le dan un contexto extremo al tratamiento del gran tema que hizo nacer y dio vida a los géneros fantástico y de ciencia ficción, a saber, el examen de la condición humana en situaciones límite, sin leyes, sin autoridad, sin instituciones, sin civilización. Es cierto que ese lugar de la memoria ficcional fue ocupado tradicionalmente por las invasiones extraterrestres, los desastres cósmicos o las catástrofes naturales, pero la insistencia y potencia representacional del apocalipsis zombi reside en que la plaga no es algo externo a la humanidad sino un efecto de su propia existencia, algo que surge sin causa ni explicación para el individuo común que de un día para el otro queda desnudo ética y moralmente ante un escenario que no tiene salida ni escapatoria ni solución.