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House of Cards: la política entre lo analógico y lo digital

Por Luis García Fanlo

Hay un concepto inequívoco en la introducción/opening de la serie House of Cards: mientras vemos el Capitolio, la Casa Blanca, el famoso Obelisco, los monumentos, bibliotecas, museos y estatuas en su solidez y su inmutable fijeza se alternan imágenes del veloz, constante y vertiginoso ir y venir del día y la noche, del sol y la luna, del cielo despejado y nublado, del tintinear de las luces del semáforo que nunca se detienen, de automóviles y trenes que circulan tan rápido que casi se hace imposible distinguirlos ya que se convierten en haces de luces que rodean, atrapan, encierran y asedian a los venerables símbolos del poder norteamericano.

Washington DC. House of Cards. Frank Underwood. Una historia sobre el ejercicio del poder entre la solidez y la liquidez, entre Parménides y Heráclito, entre la sociedad analógica y de productores y la sociedad digital y de consumidores. Un Castillo de Naipes que combina la solidez necesaria de la arquitectura que lo mantiene erguido con la incertidumbre de un derrumbe siempre inminente porque el poder funciona así: va y viene, es reversible, no admite que nadie se lo apropie de una vez y para siempre, fluye de arriba hacia abajo y viceversa, vigila, controla, manipula, hace-hacer, hace-creer: en particular nos hace-creer que somos libres de tomar nuestras propias decisiones. Pero el poder nos ata a nosotros mismos. Nos hace-hacer lo que queremos y lo que queremos es lo que el poder también quiere.

No estoy tan seguro que House of Cards, como dicen todos, sea una serie sobre el anhelo de poder, la corrupción, la ausencia de escrúpulos, la manipulación de los otros y las miserias de un hombre. Yo creo que no trata sobre esos temas aunque parezca que es así. Porque Frank Underwood solo existe porque existe una red de poderes que se entrelazan, se convierten en reglas, códigos, intercambios, símbolos, don y contra-don, regímenes de prácticas políticas naturalizadas como válidas y consensuadas como legítimas.

Precisamente lo que rompe el verosímil en House of Cards, es cuando vemos a Underwood haciendo cosas tales como convertirse en asesino, algo que nunca haría si existiera en nuestro mundo no-ficcional. Y digo que no haría tales cosas como asesinar a alguien porque precisamente esa metodología de ejercicio del poder es la que define la antítesis de lo que Frank Underwood representa en términos políticos: no descansar hasta doblegar al adversario pero nunca aniquilarlo porque ese aniquilamiento significa que el juego del poder ha terminado.

Y si necesita asesinar a alguien, pues bien, siempre habrá alguien dispuesto a hacerlo si lo manda el soberano. Convertir a Frank Underwood en asesino es naturalizar un orden existente en la realidad no-ficcional en el que precisamente los que tienen poder en Washington no se cansan de gobernar bombardeando, asesinando, vigilando, controlando, encarcelando a sí mismos y a los otros. Frank Underwood me molesta y me incomoda, no porque asesine a alguien que se le opone como obstáculo, sino porque logra que quienes lo rodean hagan exactamente lo que él quiere que hagan manteniéndose y manteniéndolos en el umbral entre la sujeción y la subjetivación. Entre el haz lo que yo quiero y el haz lo que tú quieras porque coincide con lo que yo quiero.

Cada vez que Frank Underwood deja de intentar manipular las conductas de los otros, la serie deja de transgredir y se vuelve una clásica historia sobre la maldad de la naturaleza humana cuando la toca el poder. Porque después de todo, lo que me seduce de Frank Underwood es su capacidad para manejar la libertad de los otros incluso, y mejor aún, cuando se encuentran uno o varios escalones más arriba que él en la cadena alimenticia de la sociedad civil y política norteamericana.

No solo construye simulaciones y simulacros, como el auto-atentado contra su hogar, sino también el FBI utilizando a los hackers contra sí mismos, o los periodistas que no tienen ningún escrúpulo en inventar historias o degradarlas o usar datos e información para hacer chantajes más o menos loables, e incluso ¿no simula un despido de su trabajo por causas aberrantes la progresista defensora del medio ambiente solo para construirse un artefacto de poder?

Frank Underwood no hace nada que no estaría dispuesto a hacer cualquiera de los que comparten su campo de relaciones estratégicas si pudieran hacerlo, pero no lo hacen, o no sabemos si lo hacen o no, sencillamente porque no son los protagonistas de este drama. Vemos todo desde la perspectiva de Frank pero no costaría mucho cambiar esa perspectiva e imaginar las múltiples perspectivas que están en juego, como la de Claire Underwood, atrapada en una relación que define la naturaleza de toda relación de poder como una continua lucha entre quien ejerce y quien resiste.

Por eso me gusta Frank y me gusta House of Cards. Porque describe cómo funciona el poder en abierta transgresión al sentido común con que cotidianamente es definido. Pero además, no solo nos describe cómo funciona el poder en tanto relación social sino también en una actualidad que nos atraviesa y que se pude definir como la transición, yuxtaposición o ensamble entre la sociedad analógica y la digital y cómo opera la política y los políticos en ese acontecimiento. En House of Cards la trama está cruzada por situaciones, personajes y acontecimientos en los que se enfrentan los viejos y los nuevos medios de comunicación, pero también los usos de los viejos y los nuevos dispositivos de información y sus efectos sobre la política, las costumbres, la vida cotidiana.

Frank cabalga entre ambos mundos, al igual que Claire, y en medio de ellos está Zoe Barnes (Kate Mara) y el periodismo en la web y mediatizado por un SmartPhone y también el obsoleto editor en jefe del periódico en papel de The Washington Herald, Bob Birch. Por su parte el Presidente Garret es una hoja de papel que se lleva el viento pero que tiene muy claro que para mantenerse en el poder los demócratas deberán parecerse cada vez más a los republicanos.

Y también tenemos a Remy Danton (Mahershala Ali), el lobista posmoderno de una tradicional corporación extractivista, así como al multimillonario Raymond Tusk (Gerald McRaney) que es un sobreviviente de tiempos mejores y que aunque lo intenta no puede modificar el curso de las transformaciones societales del capitalismo de la sociedad de la información. Se suma, por supuesto, el malo de la película, el clásico malo: Doug Stamper y el payaso que nunca falta, Peter Russo, al que siempre le faltan cinco centavos para completar un peso. Y los chinos, que son el reemplazo actual de la saga alemanes-soviéticos-fundamentalistas islámicos.

El revés de la trama del poder en House of Cards

La trama de House of Cards está basada en una novela de Michael Dobbs (ex Jefe del Estado Mayor del Partido Conservador británico) que fue llevada a la televisión por la BBC en una miniserie de cuatro episodios emitida en 1990. Posteriormente, en 1996, Neville Teller se encargó de darle formato radial siendo emitida la radionovela por la BBC; ese mismo año se realizaron dos secuelas televisivas: To Play the King y The Final Cut. No tiene que llamarnos la atención esta versión radiofónica de la serie porque en rigor estamos ante un serial radiofónico con imágenes redundantes.

House of Cards es casi un radioteatro ilustrado por un conjunto de imágenes que prácticamente no nos dicen nada por sí mismas, excepto en el ya comentado opening. Es que la serie también cabalga entre el mundo analógico y digital: una composición clásica, que ensambla la estructura narrativa de las series de televisión tradicionales con cine de larga duración (una película de 26 horas dividida en dos partes), pero que está producida por Netflix para ser consumida por Internet.

¿Quiénes son los hacedores de House of Cards? La versión norteamericana actual tiene como productores y referentes principales a David Fincher, Beau Willimon y Eric Roth con una vasta y exitosa trayectoria en la industria cinematográfica pero a la vez con su primera incursión en la televisión. En cuanto al casting se destaca excluyentemente la notable actuación de uno de los mejores actores de cine de los Estados Unidos, Kevin Spacey, personificando a Frank Underwood, acompañado por un importante elenco de actores y actrices de primer nivel; no obstante, no es una serie coral aunque sus personajes secundarios ocupan todos un lugar principal en el nudo de relaciones sociales de poder que va construyendo/destruyendo el protagonista.

En 2013 la serie recibió nueve Nominaciones a los Premios Emmy obteniendo David Fincher la distinción como mejor director por el episodio piloto, así como otros dos premios en categorías de producción; también en ese año fue nominada a cuatro Premios Globo de Oro como Mejor Serie, Mejor Actor Protagónico (Kevin Spacey), Mejor Actor de Reparto (Corey Stoll) y Mejor Actriz (Robin Wright) obteniendo este último galardón.

Pero hay más. ¿Qué opinan los políticos norteamericanos reales sobre House of Cards? El Presidente Barack Obama, que también se confesó seguidor de Homeland, Scandal y Mad Men, declaró en su cuenta de Twitter que sigue atentamente la historia de
Frank Underwood e incluso se quejó de quienes publican spoilers en la red social. Pero el debate político está más en los medios y en la opinión pública que se pregunta por qué los demócratas son representados en la serie como si fueran republicanos, e incluso se duda que Frank Underwood sea realmente un demócrata, o como solemos decir “le hace el juego al Tea Party”.

Por otro lado, causó gran controversia que el actor Kevin Spacey le cobrara 500 mil dólares al Presidente de México, Peña Nieto, para sacarse una foto con él; al mismo tiempo, en Egipto, aparecieron carteles en las calles reclamando la candidatura de Frank Underwood para Presidente de la Nación. Lo cierto es que el actor Kevin Spacey es conocido por su larga trayectoria de apoyo al Partido Demócrata, incluso por ser un amigo personal del ex Presidente Clinton, e incluso en 2007 se reunió con el Presidente Hugo Chávez

En cuanto a sus condiciones de producción la serie House of Cards es clásica, casi procedimental: no hay flashbacks ni flashforwards, no hay sorpresas en términos de continuidad narrativa y la elipsis temporal es utilizada como manda el manual de procedimientos de la televisión norteamericana. Nada hay sobrenatural ni fuera de lugar en House of Cards lo que no implica que se produzcan giros argumentales decisivos en una escena inesperada, pero eso es algo que no parece competir con las transgresiones de la llamada tercera edad de oro de la televisión. De modo que lo más sorprendente de House of Cards es que sea el estandarte de la nueva convergencia entre televisión e Internet tanto dentro de la serie como fuera de ella.

¿Qué me gusta entonces de House of Cards? Que nos atrape el drama de enredos y nos desvele como nuestro protagonista podrá superar el nuevo obstáculo que necesariamente se le va a presentar, en gran medida, porque él mismo se lo buscó. Porque Frank Underwood no se detiene nunca, no descansa nunca, no da tregua a su infinita capacidad de enredarse y enredar a quien sea necesario para lograr su objetivo que no es otro que enredarse y enredar. Ni más ni menos. No es entonces que nos identificamos ni nos reconocemos en Frank Underwood, es que sencillamente nos da curiosidad, como nos la da una buena novela de misterio o una inteligente comedia de enredos por saber qué es lo próximo que va a suceder. Y nos atrapa también porque es un placer ver cómo piensa y funciona este personaje.

Producida íntegramente por Netflix para ser subida a Internet con la totalidad de sus trece episodios al mismo tiempo y para ser visionada por streaming de pago cuando el espectador así lo desee, aunque con muchísimos más espectadores a través de la versión para DVD que comercializa Sony Entertaiment, porque en rigor, todavía la audiencia masiva prefiere métodos tradicionales para visionar su programa de TV favorito.

House of Cards, al igual que el otro éxito de Netflix, Orange Is The New Black, y próximamente la última temporada de The Killing, rompe la inscripción de la serie en el flujo continuado de programación con corte publicitario y, de alguna manera, se coloca como un híbrido entre serie de televisión y película cinematográfica serializada. Esa característica quizás sea decisiva para que muchos espectadores la consideren una serie adictiva ya que está concebida, precisamente, para que pueda ser visionada en modo maratón, toda de una vez, sin cortes, sin pausas, sin interrupciones externas al espectador.

De modo que, paradójicamente, lo clásico se vuelve transgresor en el modo de producción y de consumo que, sin duda, es absolutamente nuevo y sobre el que no sabemos prácticamente nada en cuanto a sus efectos presentes y futuros sobre los géneros televisivos y sus modos de existencia en reconocimiento. ¿Y en lo que se refiere a la trama? ¿Puede continuar indefinidamente como requiere todo serial televisivo? Sin duda que se puede alargar y lateralizar indefinidamente pero en una serie que aspira no solo a lograr un verosímil de género sino, principalmente, un verosímil social no es muy recomendable hacerlo.

¿Hasta dónde logrará llegar Frank Underwood? ¿Cuánto tiempo logrará mantenerse en la posición que alcance? ¿Cuándo se caerá el Castillo de Naipes Digo esto porque así como me pareció brillante la primera temporada, excepción del acontecimiento Russo, considero que la segunda temporada tiene altibajos. Comienza bien arriba para después caer en un juego del gato y el ratón demasiado complicado que termina haciendo decaer la atención al mismo tiempo que no logra evitar que el espectador imagine cual será el final de esas idas y vueltas.

Finalmente está la cuestión de fondo en que se pone a prueba el verosímil social y en alguna medida el mensaje que la serie pretende instalar: ¿puede alguien que no ha sido votado para el cargo convertirse en Presidente de los Estados Unidos? Por lo pronto el modo en que Frank Underwood accede a la Vicepresidencia es tal y como lo prescribe la 25° Enmienda de la Constitución y que tiene dos antecedentes históricos: Gerald Ford en 1973 y Nelson Rockefeller en 1974. Pues bien, hay que agregar que precisamente Gerald Ford es la única persona, hasta ahora, en la historia norteamericana que ejerció como Presidente sin haber sido votado nunca al asumir el cargo tras la renuncia de Nixon en 1974. De modo que tanto el Presidente (Ford) como el Vice Presidente (Rockefeller) gobernaron sin mandato popular hasta 1977. Ambos eran republicanos.

De modo que en este punto no hay nada de política ficción en las ambiciones de Frank Underwood aunque muchos norteamericanos y los que no los somos no lo creamos así. En resumen, la Casa Blanca ha retornado a las series de televisión después de un largo paréntesis desde que finalizara The West Wing (1999-2006) y ahora tenemos Scandal, House of Cards y próximamente Madam Secretary. Pero en el umbral entre la ficción y la no-ficción todo es posible, inclusive la trama de House of Cards.

Luis García Fanlo

Luis E. García Fanlo (Buenos Aires, 1957) Doctor en Ciencias Sociales y Sociólogo (UBA). Investigador del Área de Estudios Culturales (IIGG-UBA). Investigador del Centro de Investigaciones en Mediatizaciones (UNR).