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Salir de la sala con una sonrisa profunda y llegar a casa con ganas de cocinar comida rica y descorchar un buen tinto para compartir con los que querés. ¿Qué mejor sensación te puede dejar el cine?
Eso me pasó con La Grande Belleza, película italiana dirigida por Paolo Sorrentino que llegó el jueves pasado a la cartelera nacional. En ella se desandan los días de Jep Gambardella –encarnado por el impecable Toni Servillo– un periodista y escritor pero por sobre todas las cosas un dandy que llega a su cumpleaños número 65 y repara en que el mundo al que una vez decidió entregarse, murió como tal.
Gambardella se enfrenta a la soledad y sus miedos desde el humor, sin golpes bajos, con un andar de ensueño entre los amores de juventud, el sexo, la crítica socio-política, la situación del arte y la amistad.
¿Cómo celebrar la vida cuando parece que ya estás de vuelta de todo? ¿De qué manera retener esos inconstantes flashes de belleza que nos brinda? Esa es la necesidad de Gambardella, un heredero del Marcello Rubini de La dolce vita.
Pero la película de Sorrentino tiene otra protagonista: la propia Roma. La ciudad no es sólo el marco de las remembranzas de Gambardella, sino que es carne de esa melancolía entre sueños. ¿Será porque Roma es arte y como diría Nietzsche -y a través de la lente de Sorrentino queda en claro- la naturaleza copia al arte? Creo que no habría Gambardella sin Roma, ni Roma sin la mirada de Gambardella. ¿Exagero? Compruébenlo por ustedes mismos, no se pierdan La Grande Bellezza.