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Damien Chazelle arribó a Venecia para presentar otro gran estreno después de su exitosa Whiplash. Continuando con la idea de la fama en el mundo musical, el director estadounidense se luce en el Lido abriendo la 73. Mostra del Cinema di Venezia con una producción hollywoodense espectacular que compite por el León de Oro, y aunque aquí no convenza mucho la idea, se perfila como posible ganadora en los Oscar o Golden Globes 2017.
La película trata sobre la relación entre Mia (Emma Stone), una joven actriz que busca triunfar en Los Angeles mientras se desenvuelve como camarera en una cafetería situada en el interior de los estudios Warner Bros., y Sebastian (Ryan Gosling), un apasionado pianista que fantasea con abrir su propio local de jazz.
Aunque durante los primeros minutos se presenta como una comedia musical divertida, La La Land es un melancólico y romántico drama que tiene como ejes principales el amor, la elección, el éxito, la pasión y el destino, sus causas y consecuencias.
Dejando de lado la calidez que caracteriza al estado de California y cómo éste se refleja en la fotografía de La La Land, no es casualidad que el musical transcurra en Los Angeles: este largometraje es una metáfora sobre el propio Hollywood, que busca homenajear y a la vez criticar a la ciudad californiana a través de sutiles reproches sobre el arte, su expresión, presión social y desilusión individual en el país norteamericano.
A través de un revoltoso plano general, Chazelle toma una posición “objetiva” que sitúa a los dos personajes bajo una misma mirada, ante las circunstancias que privilegian el éxito propio y ponen en juego el amor de la pareja.
El camino decide cruzarlos en un bar, pero ellos no son capaces de percatarse hasta que la ca(u)salidad los lleva a encontrarse en otra ocasión para comenzar una relación tan frenética como fugaz. Entre golpes melódicos, planos entrelazados, silencios amplios y ritmos desequilibrados, Chazelle desenvuelve las etapas del amor a través de diferentes capítulos no sólo amorosos, sino vitales, que llevan el nombre de las estaciones del año.
El romance nace en plena primavera; entre flores, aromas y calidez, el vínculo coincide con la primera etapa de la relación, en la cual el encanto y la atracción son los principales motores de esta lujuria.
Luego sigue el verano donde, a medida que pasa el tiempo, otras áreas cerebrales comienzan a liderar los sentimientos de empatía y el compañerismo ante el individualismo y la disputa profesional.
A continuación, llega el otoño, donde las hojas se renuevan o marchitan para continuar o terminar con su ciclo. En esta etapa, la puja entre las decisiones personales y el reencuentro amoroso llega a su auge, llegando a la necesidad urgente de elegir.
Finalmente, el invierno enfría la compasión y acentúa este sentir como el destino o su voluntad buscaba ser.
En este caso, el desenlace funciona como una pregunta retórica de “cómo hubiera sido si” sobre el poder de elección de cada persona y cómo repercute esto en la vida de uno y en el alma de quien tenemos al frente.
Auspicia la cobertura de La Biennale, Agustin Andrea Agencia Boutique de Viajes.