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El otro día vi y me conmoví con una peli vieja, bah…vieja para los tiempos que corren vertiginosamente hacia la entrega de los Oscar 2012, ya que se estrenó allá por el 2010.
En su país de origen se llamó “Le nom des gens”, literalmente “El nombre de los genes” y fue comercializada en el resto del mundo como “Los Nombres del Amor” y variaciones por el estilo, (por si amor no fuese una palabra suficientemente desgastada, puf!)
Es francesa, con algunos cliches típicamente franceses pos Amelie. Tiene humor, mucho humo, está la chica joven bella, dulce, libre, desestructurada, algo dispersa e infantil, de nombre Bahía (aunque no es brasilera) y apellido impronunciable. Está el hombre, solo, soltero, solitario, serio y atildado que se llama Arthur Martin (si como las cocinas) que choca contra los comentarios y propuestas zafadas de ella como si chocara contra las gruesas paredes de Notre Dame en un pequeño Smart.
Pero ni así se despeina.
Ni se aleja de ella.
Está plagada de buenos recursos cinematográficos para mostrar tremendas historias de guerras, nazis asesinos, asesinos cristianos, cisnes muertos por la gripe aviar y asesinato en masa de gallinas encarceladas en pos de la prevención. Pero sigue habiendo humor, y también musulmanes raros, hippies viejas más fundamentalistas que los musulmanes, artistas que se ocultaron para sobrevivir y científicos que se escondieron en las fórmulas y las centrales nucleares para no sufrir.
Hay silencios. Silencios oligados, por temor a las palabras que disparan recuerdos o fantasmas, y aquí se vuelve memorable la actuación de Bahía (Sara Forestier) en la primera cena con los padres de Arthur (Jacques Gamblin) que hace lo imposible por evitar las interpretaciones antisemitas de sus inocentes palabras que deriva en una desesperante cadena interminable de errores que solo ella y Arthur registran.
Y también hay palabras que al salir disparan muertes como las que dice la madre de Arthur en el hospital cuando finalmente empieza a nombrar lo innombrable hasta que la inocente cotidianeidad de una enfermera la devuelve al silencio, llegando a contar solo el primer renglón de la novela de su vida. La película habla principalmente del recorrido de la vida, saltando de gen en gen, escapándole a la endogamia, a la “pureza” de la raza, para terminar alabando el valor de lo mestizo, de la mezcla, del cruce, la alegría de la diversidad, de su aporte a crear seres más abiertos, más amplios, con más capacidad de amar, porque entienden lo distinto sin tener que renegar de lo propio.
En una Europa donde vuelven a sobrevolar los fantasmas del nazismo y en un mundo que se está volviendo cada vez más xenófobo, más temeroso del “otro”, películas como estas son una brisa fresca que borran los estigmas de la frente, las estrellas de David cocidas a los sacos, los velos de las musulmanas, para dejar a la vista el alma humana que es una sola pero de infinitos genes, sin nombre, sin color, sin razas.