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Antena 3 exhibió en 2015 y 2016 en España las dos temporadas de Mar de Plástico, 26 capítulos que Netflix adquirió este año para reforzar su oferta de policiales. La plataforma de streaming que chequea minuto a minuto el comportamiento de sus cliente-espectadores ha comprobado, probablemente, que hay una fuerte demanda de productos españoles y por eso ha incrementado de manera notoria la compra de películas y series de ese origen. Esta tiene cinco guionistas, tres hombres y dos mujeres, encargados de proporcionar las pistas para seguirle los pasos al asesino que en el primer episodio mata y descuartiza a una adolescente.
La víctima es, además, la hija de la alcaldesa de Campoamargo, el nombre de fantasía de un pueblo de la zona de Almería, cuya principal actividad se desarrolla en torno de las frutas y verduras de sus extensos viveros, con paredes y techos de polietileno, que al compás de los vientos costeros semejan el oleaje triste, gris y artificial de un mar de plástico.
La serie tiene un elenco desparejo, pero uno de sus problemas más serios –y los hay a montones-es que han tomado la decisión de enriquecer el argumento con demasiados temas. Buscan a un asesino, es cierto, pero en el mismo escenario hay inmigrantes africanos usados como mano de obra esclava; chicas de la Europa del Este forzadas a trabajar en la prostitución; rusas trepadoras capaces de soportar todo tipo de humillaciones a cambio de la protección de empresarios locales y rusos mafiosos, malvados y violentos que trafican variedad de drogas, asistidos por serbios aún más malos.
Y todavía hay más. Nativos de Campoamor que salen a aporrear a los refugiados, cual vívida encarnación del Ku Klux Klan o las juventudes hitlerianas y gitanos semi despreciados por sus vecinos, sospechados de ladrones, que cierran filas para no juntarse con los “payos”. Concentrarse en el meollo de la cuestión sin marearse con las otras partes del relato es una tarea para expertos.
Se supone que el escritor de ficción tiene toda la libertad del mundo para volar con la imaginación pero no hay que confundir esa falta de límites con la inobservancia de las reglas. La primera de ellas es la credibilidad. En su homenaje, está absolutamente prohibido hundir la mano en un pozo que tiene agua, greda, arena y lodo; sacar del fondo un pendrive; secarlo con gesto ampuloso en el jean; colocarlo en la notebook y acceder a todo su contenido, perfectamente ordenado en carpetas. Eso pasa en Mar de Plástico.
Aunque se puede ver con placer una serie en la que uno sabe desde el primer minuto quién es el autor del crimen, suele ser un factor de interés extra ignorarlo hasta el capítulo final, o sospechar de alguien y descubrir luego que uno estaba equivocado. No es conveniente, en cambio, tener la impresión de que el sorprendido es el guionista.
Aquí son Juan Carlos Cueto, Rocío Martínez Llano, Pablo Tebar Alberto, Manzano Almudena Ocaña y Juan Carlos Blázquez los responsables de llevar adelante un relato que se empantana y pierde el rumbo cada 15 minutos. Los escritores se esmeran para que Rodolfo Sancho (Héctor), Nya De La Rubia (Lola) y Luis Fernández (Salva), el trío de representantes de la Guardia Civil, acaparen el interés de la audiencia con los recursos habituales: uno es inteligente y reflexivo; la chica es atractiva y está enamorada del investigador estrella y el otro es el jovencito pintón que pivotea todo el tiempo entre la policía y la comunidad de la que forma parte.
Pero hace falta algo más que poner cara de enojado y golpear el escritorio para convencer al espectador de que el protagonista sabe lo que hace y está a punto de desenredar el ovillo.
Tal vez los creadores de Mar del Plástico crean que una persona puede cambiar de parecer casi mágicamente, pero no ayuda demasiado a la coherencia que un jovencito que en sus ratos libres toma un bate para atacar a la población negra de Campoamor se enamore perdidamente de una natural de Guinea y se convierta en el acto en una suerte de Martin Luther King castizo, ni que su cómplice habitual en las incursiones racistas termine rogándole a un “sucio negrata” –los calificativos le pertenecen- que se quede a su lado para encaminar sus negocios.
Quizás también porque los escritores son cinco, no se han puesto de acuerdo en las habilidades de un muchacho que se queda llorando sin saber qué hacer cuando a su bicicleta se le sale la cadena, pero en otro capítulo es capaz de resolver como pasar material del disco duro a un pendrive en un santiamén.
Aún en ese mar de dudas y contradicciones, hay actores que se destacan-Pedro Casablanc como Juan Rueda y Patrick Criado en el rol de Fernando Rueda-pero aunque se esfuercen no pueden inventar lo que no existe. A veces los escritores imitan el ascetismo de las series escandinavas y los personajes reaccionan apenas con un rictus amargo cuando se enteran de una operación fallida en la que murieron 17 personas. A renglón seguido deciden que hay que dar rienda suelta a los sentimientos y se enfrascan en un lamento interminable y un griterío infernal cuando una gitana le revela a su tía que ya no es virgen. Todo en el mismo capítulo.