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¿Alguna vez te sumergiste en los sueños más profundos, dejando que ellos se apoderen de tu conciencia? Si hay bandas de música -que bien pueden encasillarse en algún ritmo psicodelico- que sirven para que eso pase, en cine hay directores que allanan el camino. Directores o películas, que para el caso es lo mismo. Moonrise Kingdom o la película de Wes Anderson (The Royal Tenenbaums), su director y nominado por la Academia por Fantastic Mr. Fox, funcionan como estimulantes. El orden de los factores no altera el producto.
Y es que Reino bajo la luna intenta desde el minuto cero, crear una especie de mundo paralelo en el que nos encontramos una y otra vez con un guión maravilloso, una fotografía única y un montaje tan bello que es protagonista por sí solo, una huella intima del director. Moonrise Kingdom es pura fantasía y, quien no crea ni se deje llevar por ella, más vale siga de largo. Es un film difícil para el resto, con una lógica, la de Wes Anderson, que poco se ajusta a las necesidades de un espectador que quiere acción de principio a fin, o que espera un desenlace para los aplausos. La trama es simple, concreta, lo maravilloso está en la composición.
Hay que decirlo, Moonrise Kingdom es una película independiente que fue adquirida por Focus Entertainment, y como tal, presume todo el tiempo de esa condición de superproducción indie que no necesita de circuitos grandilocuentes para cosechar elogios, aunque desde Toronto a Cannes, pasando por los críticos de Chicago Tribune, se han deshecho en elogios. Inmediatamente se coloca entre las predilectas del público indie, al menos de los últimos años.
Moonrise Kingdom tampoco es fácil para las etiquetas, una comedia con momentos melancólicos, que rescata valores como la amistad y el amor más auténtico y espontáneo; que se vuelve distintiva por las pinceladas personales y los caprichos de su director.
Tiene pasajes que involucran a un relato en tercera persona, que se apoya en un acontecimiento histórico (una tormenta de verano) para desarrollar una especie de cuento de hadas entre dos niños que, entrados en la adolescencia, llevan a cabo un inocente encuentro que hará que tengan que elegir o madurar de golpe y seguir las leyes que les imponen sus familias (en el caso de él, el estado), o involucionar y jugar a un juego del que terminarán siendo protagonistas, un romance idílico que arrancará sonrisas y lágrimas entre el público más sensible. La tercera vía, es el guión de Anderson, que escribió la historia junto a Roman Coppola.
Los diálogos son desopilantes, ocurrentes y creativos. La música, compuesta por Alexander Desplat y eslabón importante en cada una de sus películas, se impone de principio a fin, con melodías algo estrambóticas.
El orden de los hechos, un verano de 1965 en Nueva Inglaterra (se filmó enteramente en Rhode Island), que será el escenario de la historia, es casi tan importante como las actuaciones propiamente dichas (las de Jared Gilman y Kara Hayward, los dos niños protagonistas, son reveladoras) . Una buena noticia que se repite en el tiempo, y es ver como Wes Anderson recicla cada uno de los elementos que le permiten elaborar cuadro por cuadro, una pieza de colección.
Esas interpretaciones secundarias giran en torno a los personajes centrales, pero cada uno tiene una impronta bien marcada, como si Anderson no quisiera desechar nada. Sorprende gratamente ver a Bruce Willis encarnando a un agente medio pelo algo maníaco, o a Bill Murray y Edward Norton, aportándole una cuota de prestigio al reparto.
Moonrise Kingdom probablemente no trascienda las fronteras del seguidor de cine medio, ni tampoco genere adeptos o deje contenta a la taquilla, lo que es seguro, marcará el compás de las producciones audiovisuales que pueden jactarse de ser diferentes. Al fin y al cabo, si pudiésemos preguntarle a Wes Anderson cuál es el objetivo del director al frente de una cinta, tal vez una respuesta posible sea que él sólo quiere divertirse y entregar una historia de amor apta para gente que cree en el poder de los sueños y que se permite jugar con ellos, elaborando un proceso de contrucción-deconstrucción propio de una de sus obras maestras con lapiz y papel. Y con suerte, le valdrá un par de nominaciones al Oscar.