Te recomendamos:
Después de tantos dimes y diretes previos, la ceremonia de los Oscar no tuvo el brillo de jornadas anteriores, la sobriedad y lo previsto fueron sus características. Faltó la audacia y la improvisación de un conductor como Ellen DeGeneres, no hubo un número musical de gran producción con una coreografía perfecta, ni una gloria de Hollywood que recibiese un galardón a su trayectoria para que todo el auditorio se pusiera de pie para aplaudirla, ni siquiera un escote provocador en la primera fila como el de Sofía Loren hace diez años. Incluso Lady Gaga y Bradley Cooper se levantaron de sus asientos en primera fila como en un acto escolar, para interpretar la canción Shallow, que a la postre fue la triunfadora. Solo faltó que Cooper se acostara sobre el piano invirtiendo los roles de Michelle Pfeffer y Jeff Bridges en la recordada escena de Los fabulosos Baker Boys (Steve Cloves – 1989).
Presentaciones, entrega de galardones y discursos se sucedieron de forma rutinaria apenas matizados con alguna canción. Solo el espectacular arranque de Queen, que hizo mover las caderas de la platea, fue el único momento ajeno a la frugalidad del show. Los Oscar se parecieron a esas premiaciones teatrales argentinas de temporada, en las cuales los periodistas quieren quedar bien con todos, de modo que ningún candidato se quede con las manos vacías (las ocho nominadas a mejor película se llevaron al menos una estatuilla).
En cuanto a la incertidumbre de Roma, al figurar en las dos categorías de mejor película (extranjera y local), todo se resolvió como en 1999 con La vida es bella (Roberto Benigni – 1997) que se encontraba en la misma situación. Ambas recibieron tres recompensas entre ellas la de mejor realización de habla no inglesa. Por otro lado, si la Academia recién hace dos años resolvió otorgar la máxima distinción a un film con temática homosexual, mucha agua deberá pasar debajo del puente para que se decida por una obra que no esté hablada en inglés.
Resuelta la incógnita de Roma, las puertas quedaron abiertas para Green Book, la gran rival, máxime luego de haberse alzado con el Mejor Guión. La ficción de Peter Farrelly tiene esa miel que seduce tanto a los espectadores como a los miembros de la Academia, una buddy movie bien armada con todos los ingredientes para gustar a un público masivo.
Algunos premios fueron muy cantados. Guillermo del Toro apareció con el sobre que contenía el nombre del mejor director. Nada mejor que un mejicano para premiar a un compatriota (Alfonso Cuarón), al igual que Norma Aleandro con Luis Puenzo en 1986, o el año pasado la latinoamericana Rita Moreno designada para retribuir al chileno Lelio. La gran sorpresa de la gala fue Olivia Colman, mejor actriz por La favorita, cuando todas las fichas estaban de parte de Glenn Close por La esposa.
Si bien estaba tan sorprendida como el público, fue vestida para la ocasión al igual que Loretta Young en 1948, por sí tenía que subir al escenario. Su discurso improvisado fue de lo mejor de la velada, junto a la fuerte arenga de Spike Lee que expuso toda su rabia contenida por más de cuarenta años. No hubo una película que arrasó con las estatuillas, todo fue muy repartido y siguiendo la impronta de Queen que atravesó la ceremonia: “Show must go on”. Hasta el año que viene.