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Mucho se ha escrito acerca de la capacidad que tiene Internet para dispersar nuestros pensamientos, pero también es cierto que casi todo lo relacionado con la tecnología moderna nos permite “hiperconcentrarnos”, para bien o para mal. Podemos ver todos los episodios de una serie por Netflix. en plena borrachera. Podemos leer y escuchar todo lo que hay que saber acerca de la música que está por venir. Podemos conocer en tiempo real que está haciendo nuestro actor favorito mientras trabaja en la filmación de su nueva película. Es decir, nuestros estilos de vida, que a menudo son cómodos en comparación con aquellos de nuestros antepasados, nos permiten ser ridículamente atentos a todo.
Si hay una cosa en la que nosotros, los humanos modernos, somos buenos es que nos obsesionamos hasta el punto de lo absurdo: desde el vegetarianismo extremo, la solidaridad política como forma de vida, la antimodernidad campestre, la ultramodernidad tecnológica, el fashionismo “cuidadosamente descuidado”, ultrafeministas que ven partes masculinas en cada dedo, la abundancia de casi cualquier otro “ismo” que se nos pueda ocurrir, utopías naive, retórica New Age, el Festival de Cine de Sundance como paraíso, el New Yorker como biblia personal y la lista no se acaba.
Esos y muchos otros reflejos son los que las pobres gafas hipster han devenido en simbolizar tan errónea e injustamente. De todas esas cosas y lugares comunes, Fred Armisen (Saturday Night Live) y Carrie Brownstein (ex guitarra y voz en la banda Sleater-Kinney y actual miembro de Wild Flag) se nutren para crear Portlandia. Esta dupla cómica le da vida a una frondosa variedad de excéntricos personajes que habitan en Portland, Oregon.
A la hora de escribir y producir, este dúo no tienen límites ya que actúan en múltiples roles. Todo comienza cuando Armisen se encuentra con Brownstein en L.A. y ambos deciden mudarse a un sitio del mapa que nos recuerda que el “sueño de los ‘90” está vivo en Portland. De esta manera, nos encontramos con una canción noventosa, camisas leñadoras, productos ecológicos, bicicletas como medio de transporte, adicción a Internet, etc.
Dada su estructura, a la hora de contar la historia es difícil encontrar el argumento de la serie. Pero lo tiene. Funciona a base de sketches en donde los espacios y los personajes son recurrentes y podemos husmear una débil continuidad en muchas de las microhistorias que componen el cuadro. No todas las mezclas son ganadoras pero, cuando se toca el momento adecuado, es una comedia de oro puro.
A esto contribuyen, también, los cameos de actores invitados: la siempre desubicada Aubrey Plaza, el inquietante Steve Buscemi, el encantador Eddie Vedder (Pearl Jam), un sensacional alcalde encarnado por Kyle McLahan o los cameos autoparódicos del director Gus Van Sant o Aimee Man. Brownstein y Armisen no tienen miedo de experimentar y burlarse de falsas tendencias burguesas.
Tampoco están interesados solamente en satirizar a los hipsters. Se centran en algo más que la frivolidad: se burlan de nuestra falta de perspectiva sobre las cosas triviales que, tan a menudo, nos aferramos. La mayoría de los personajes de esta comedia se cuelgan del miedo aparente a “estar fuera de moda” o el miedo a dejar ir.
Los residentes de “Portlandia» (nombre que le da la estatua de esa ciudad) rara vez saben dónde trazar la línea entre la obsesión y el abandono, y las formas en las que se rebelan, la falta de tacto en la paciencia de la gente alrededor de ellos es tierra fértil para este tipo de género. Aunque el espectáculo en sí se “hiperconcentra” en la naturaleza obsesiva y subculturas con normas complejas o impenetrables, utiliza una variedad de tonos para atacar esos objetivos en una colección de viñetas muy disparatadas que parodian lo indie, la contracultura e, incluso, el fetichismo consumista con un descaro inédito.
Dentro de un hilarante inicio que se condensa en llegar antes que otros a la moda, inaugurar tendencias y descubrir ese cineasta o músico genial que, hasta ayer, no conocía nadie, Portlandia está dedicada casi específicamente para quien vivió la década de los ’90 y la recuerda con -o sin- una nostalgia que le permite reírse de si mismo.