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A veces lo bello, lo placentero y lo encantador resulta más complejo de lo que parece. Las milimétricas casas de muñecas del suburbio que fundó Wes Anderson hace casi veinte años nos ofrecen generosas invitaciones para recorrerlas y sin embargo, hay que proceder con cuidado; pocas filmografías son así de engañosas: que sean fáciles de contemplar y de disfrutar no debería obligarnos a tomarlas como obras ligeras. Además del admirable cálculo en su puesta en escena, las obras de Anderson esconden desoladoras temáticas detrás del bello manto que las recubren.
El gran hotel Budapest es una película orgullosa de vestirse de rosa. Es también una muy sensible, que habla desde el corazón, con la honestidad de alguien que no propone ilusiones sino un nuevo cristal para ver la realidad. Creer que un film de Anderson nos expulsa durante dos horas de nuestra dura vida diaria es lo mismo que intoxicarse por culpa de los decorados, los personajes, los travellings. Hay algo detrás del rosa, algo que interrumpe la delicada tonalidad pastel que marcaba el ritmo de la ilusión; es una brocha sumergida en la oscuridad.
El gran hotel Budapest no pinta un mundo maravilloso a pesar de que este se ve realmente muy lindo: hay asesinatos y amores truncos, hay dictaduras y horribles familias, hay ruinas causadas por el paso del tiempo, incluso hay gatos tirados por una ventana.
Pero también hay esperanza. Lo paradójico del mundo de Anderson es que la belleza nunca es estética. Está ahí, camuflada en lo que no se puede decorar: en un abrazo, en una caricia, en un gesto de extrema valentía, en un preso asesinando a un buchón y en especial, realmente en especial, en una niña leyendo un libro. Un libro que encierra vidas, que guarece una historia. Los personajes de Anderson, a pesar de correr y hablar demasiado rápido, viven prisioneros dentro un libro que necesita ser abierto. Atravesando la tapa del estético material, podemos enfrentar con coraje los claroscuros sentimientos que decoran su cine.
El gran hotel Budapest, como las mejores películas de su director, cree en el placer de narrar pero también en el placer de compartir. Todo se trata, en definitiva, de una cadena de comunicaciones incentivada por hechos y por personas que confían unos a otros. Sobre el final, y no necesariamente porque se trate del clímax narrativo, todo se vuelve más emotivo aun porque vemos que detrás de los inoportunos retazos de oscuridad todavía sobrevive la esperanza. La esperanza orgullosa y de color rosa.
Vamos a dejar una cosa en claro: The Grand Budapest Hotel puede resumirse como una de las mejores películas de Wes Anderson. Aquellos que han llegado a apreciar su filmografía en los últimos años, pueden encontrar aquí una película que combina mágicamente elementos tradicionales de Europa con el refinamiento técnico y habitual del director.
The Grand Budapest Hotel es andersoniana desde todo punto de vista técnico. La dirección de arte está sostenida en sus grandes fortalezas: el diseño de producción, la obsesiva composición simétrica y la extravagancia nostálgica que ofrece una fiesta visual de colores agradables y con más de un guiño al cine clásico salpicado por todas sus paredes. En todo momento, Anderson nos invita (y obliga) a mirar con precisión cómo ha llenado cada cuadro con esos detalles.
Aunque estilísticamente, Wes se preocupa muy poco en reinventar la rueda, compensa al abrazar su espíritu juvenil (que ha comenzado a definir cada vez más en los últimos años) y nos regala una historia encantadora con un núcleo fuertemente humanista. Anderson ha creado una fantasía que encarna el sentimiento de la cultura europea en un momento determinado. Un mágico intervalo entre las dos guerras mundiales que profundizan su definición de lo que significa ser civilizado, sobre todo cuando nos damos cuenta que la vida es brutal, breve, y determinada en sujeción a las intrusiones violentas de dichas guerras y otras catástrofes inexorables. Es un mundo que nunca existió en la vida real, sino que brota enmarcada en la melancólica y sensibilidad de un Anderson profundamente afectuoso.
Si consideramos a la sensibilidad de Wes como algo refinado y excéntrico, estamos frente a una obra de arte que intenta perder de vista a la audiencia. Por un lado, podemos disfrutar sin problemas viendo The Grand Budapest Hotel lo suficiente para considerarla jodidamente entretenida. Por otro lado, puede ser también considerada una especie de objeto de arte, inalcanzable, alejado de esa experiencia ostensible para fomentar la conexión con su espectador.
Más allá de los cuestionamientos anteriores, Anderson hace que la película sea una celebración maravillosa de todo lo que el cineasta representa. La autoindulgencia artística es la razón principal por la cual es querido y en este film alcanza su estado máximo. Es esa misma razón la que hace que The Grand Budapest Hotel sea, por lejos, un título universalmente recomendable en donde todos deberíamos hacer check-in.