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Narcos, un relato latino con estilo norteamericano

Por Victoria Barberis

Hay personas que por su historia, por el contexto en el que les toca vivir y por el cambio que instauran a su alrededor, devienen en personajes. Y hay historias que, aunque incómodas para algunos, jamás dejarán de ser contadas. Nadie se cansará jamás de oír y versionar relatos sobre Pablo Escobar, porque es uno de los nombres que más resuenan en cada rincón de Colombia y América Latina. Entre otras cosas, porque en torno a ésa semblanza, existen las más deliciosas crónicas que pintan a un sector de nuestra tierra desde los ojos de los americanos y, por supuesto, muestran cómo nosotros los vemos a ellos.

El nombre de Pablo Emilio Escobar Gaviria tiene mucho de histórico y mucho de mito. Tanto que, como sucede en todas las alegorías de este tenor, tienen algo de fábula, algo de realidad pura y a medida que se va contando de boca en boca, mucho de realismo mágico. Detrás del nombre de El Patrón, está el archivo de una época que marcó a fuego los negocios del narcotráfico. El Cartel de Medellín controlaba diversas rutas para el tráfico de cocaína y se convirtió rápidamente en una de las organizaciones criminales más poderosas del continente americano.

Entre los años 70 y 80, el cartel acumuló incontables sumas de dinero, controló los centros de producción y ejerció una fuerte presión sobre el Estado, además de involucrarse en conflictos armados con otros grupos (entre ellos, la guerra con sectores de la Izquierda y con el Cartel de Cali). Mientras Pablo Escobar cultivaba la ley de plata o plomo para tener a las fuerzas policiales a su favor, el dinero se multiplicaba y hacia finales de los 70 comenzó a hacer obras benéficas con el fruto de su enriquecimiento ilícito. Construyó barrios, centros deportivos y así comenzó a ganarse una reputación de hombre generoso entre los sectores más desfavorecidos.

Lo que Netflix nos cuenta es una versión impecable a nivel técnico sobre esta historia, que como todo lo que se produce en esta factoría, tiene ése brillante toque de lo que parece comprado por millones, pero que sigue teniendo sabor a hecho en casa. En lo que respecta a las locaciones, los planos y al guion, esta serie es más que correcta. El ritmo narrativo es ameno y nos va llevando episodio a episodio con absoluta soltura, dejándonos colgados en el momento exacto para que no podamos despegarnos. Y en ese sentido, el guion tiene una manera fabulosa de hacernos transitar por esta ficción que tanto tiene de elementos reales, pero que a la vez, sabe cómo hacer que no nos importen los detalles verídicos porque nos enamora y nos sostiene hasta el final haciendo preguntas y mirando atónitos.

Es cierto que para algunos es inevitable la comparación con las innumerables versiones que se han contado, especialmente Escobar, el Patrón del Mal, una producción maravillosa que tenía mucho de ése encanto de las series en cuanto a producción y a trabajo sobre el libreto, pero también tanto del encanto secreto y culposo que todos sentimos en relación a los culebrones latinos. En contrapartida, en Narcos estamos ante un cuento latino que nos van leyendo unos norteamericanos que saben mucho de construir el relato y los personajes, pero que siempre se caen a la mitad por tener el vicio de querer convencernos de alguna verdad absoluta que siempre los deja bien parados.

Aquí estamos viendo los hechos desde la otra vereda y de algún modo, aunque aún venerable y digno de admiración por su ingenio, su generosidad y su poderío, este Pablo Escobar es el enemigo a ser exterminado. Y como son aquellos americanos los que nos conducen por la historia, ellos nos dirán entre dientes que, en Escobar, se esconde el gen maldito de toda Latinoamérica. Porque si hay algo que nos queda claro aunque esté escrito en letra pequeña, es la visión y representación que existe de los latinos y de los americanos.

Es muy difícil pensar en un Pablo Escobar que no sea colombiano y, por las características de la historia, también es difícil pensar en una versión que invite al espectador a sentir que los agentes de la DEA son los héroes que vienen al salvar al mundo de tan monstruosos personajes. En el comienzo del primer episodio nos encontramos con un relato en off (un recurso que si no se utiliza correctamente, puede resultar tedioso, pero aquí es un acierto) que nos acompaña por gran parte de la historia. El que nos habla es el agente Steve Murphy (Boyd Holbrook), que se introduce en esta ficción como la cara visible del clásico formato del americano salvador.

Es extraño porque nunca se nos ha contado sobre Escobar en estos términos y especialmente porque resulta de lo más raro escuchar a Wagner Moura, con su casi impoluto español,  luchando para sacar alguna buena expresión colombiana y dejar atrás su acento brasileño. Así sucede con varios personajes donde su construcción exige eso que distingue a Colombia: el acento o los modos particulares de hablar. Pero ocurre que sus intérpretes son de otra nacionalidad. Es cierto que Moura es un excelente actor y sin duda, es una buena opción, pero tal vez no sea la primera. Aunque no queremos entrar en el blando terreno de la comparación, no hay como la interpretación de Andrés Parra en este papel, mientras su Escobar se suelta con algún “vamos a matar a todo el puto mundo”.

Algo parecido sucede con Pedro Pascal en la piel de Javier Peña. El actor chileno se pone las ropas de policía y el acento de la tierra del café. Y ya sea cuando salga bien o cuando quede un tanto incómodo, lo que se está discutiendo va más allá del uso de los acentos. Este reparto compuesto por actores de varias nacionalidades esforzándose por manejar la jerga es otro de los elementos que ponen a la vista que, cuando vamos a contar la versión americana, poco importa si hay que poner a un yanqui a hacer las veces de mexicano o si hay que poner a un chileno de colombiano: da igual. Para los que manejan los hilos del mundo del espectáculo, Latinoamérica es toda igual.

Bajo la dirección de José Padilha, Narcos va construyendo su relato con personajes basados en los verdaderos integrantes del entorno de Escobar y otros ficticios que de alguna manera, van adornando la historia. El reparto se completa con Juan Pablo Raba, como el famoso Gustavo Gaviria, Stephanie Sigman como Valeria Vélez, un personaje basado en Virginia Vallejo (la periodista que tuviera un romance con Escobar hacia 1983 y que escribiera el libro Amando a Pablo, odiando a Escobar). También podremos ver a Roberto Urbina como Fabio Ochoa (uno de los conociodos «hermanos Ochoa«) y a Maurice Compte (otra vez, un actor cubano-estadounidense) como Horatio Carrillo.

Narcos retoma de algún modo un estilo de narración que estaba desapareciendo de los libretos actuales: el de los buenos contra los malos y el del policial americano con toques de finales de los años setenta. Veníamos casi acostumbrados a una tendencia que colocaba a los antihéroes en el centro de la escena, mientras algunos escritores nos daban elementos para justificarlos y amarlos; otros, nos contaban que el protagonista era malo solo porque sí, porque así es el mundo. Si bien en este caso no hay una demonización explícita de Escobar, la historia gira en torno al policía que busca atraparlo y que nos va contando cómo por un grueso puñado de dólares, los colombianos metieron la cocaína en Estados Unidos, causando caos, desidia y una guerra que duraría unos cuántos años.

En algunos momentos nos encontramos con lo que aparenta ser una versión muy honesta de ciertos episodios de la historia latina. Nos hablan un poco del realismo mágico, de la cruenta dictadura de Augusto Pinochet en Chile, de las necesidades y costumbres que hay de este lado del mundo. Pero luego, la pintura se va desgastando a medida que buscan justificar las prácticas invasivas y destructivas del gobierno de los Estados Unidos. Nos cuentan también cómo el gobierno de Ronald Reagan decidió quitarle el apoyo a aquel régimen militar, después de que las atrocidades cometidas eran ya inocultables. Aduciendo, claro, que al principio Pinochet parecía buen tipo, porque odiaba a los comunistas, pero después nos dimos cuenta de que no era así.

Es ciertamente lo técnico lo que nos atrapa, que es perfecto en todas las etapas de construcción de una serie. De todos los aspectos que la caracterizan, quizás el más delgado sea el de la elección de los protagonistas. Pero en general, todos los elementos que hacen a una buena serie están ahí, podemos verlos y disfrutarlos. Los ítems de manual para escribir, producir e interpretar una ficción no se pueden negar ni ocultar. Es cierto que no podemos dejar de mirarla, porque el oficio de contar se trata un poco de eso, de ir sembrando el misterio por toda la historia, de decir lo justo en el momento correcto y de usar pocos recursos narrativos que sean efectivos y que no abrumen y no cansen. La historia bien contada es aquella que nos invita a seguir mirando, a seguir escuchando y no importa entonces cuántas veces hayamos oído versiones de lo mismo.

Claro que lo que en el país del Norte puede parecer una obra maestra, a nosotros nos queda corto en el sentido de que, como bien dijimos antes, aquellos acentos mal logrados atentan contra el verdadero espíritu de la historia. Pero también es cierto que, si se lo dejamos pasar a series como Breaking Bad, podríamos suponer que no tendremos inconvenientes en vivir con latinos que hablan la mitad en gringo. Es en lo ideológico donde disentimos y discutimos. Todos los latinos somos narcotraficantes, drogadictos y groseros. Todos parecemos poco instruidos y soñamos con llegar a Miami. Y los norteamericanos son los héroes que vienen a rescatar al mundo. Aquí el verdadero niño bueno es la DEA y Estados Unidos, de donde provienen siempre todos los esfuerzos para salvarnos de las cosas que, en nuestro salvajismo, hacemos para destruirlo todo.

 

Victoria Barberis

Es periodista de profesión y escritora de corazón. Es "seriéfila" y una aficionada a las sagas. Su pluma a veces es sarcástica, pero siempre divertida.