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Washington D.C. no duerme. Y si lo hace, aguarda vigilando con un ojo entreabierto, esperando, calculando. Lejos de ser el páramo blanco de política impoluta, el Capitolio es un oscuro y sucio nido de secretos, distanciado, muy distanciado de cualquier relato de pulcritud americana salido de algún vulgar libreto Hollywoodense. Washington no duerme, no dormirá jamás, porque tampoco lo hará Francis Underwood.
Él no es el político idealista, ni el falso montón de promesas que la mayoría de nosotros espera de los de su clase. No es ninguna de esas cosas que la televisión nos ha enseñado a creer que deben ser los hombres del poder. Sin embargo, es de alguna manera, representativo de una generación que se cuestiona las fallas de la democracia como el mejor modelo disponible, así como el estandarte por excelencia de todas las críticas que elevamos a eso que tan displicentemente llamamos sistema.
Antihéroe por antonomasia, con métodos altamente cuestionables y haciendo alarde de una moral que va más allá de un área gris oscura, Francis Underwood es más que solo la cara visible y vendible de esta revolución incesante que ha desatado Netflix con su avasallante House of Cards. El personaje al que da vida el brillante Kevin Spacey es el encargado de mostrarle a Estados Unidos y al mundo los obscenos vericuetos del universo de la política, un sector que hoy aparece cuestionado y desnudo.
Es incorrecto encuadrar a cada hombre público en esta categoría, claro está. Pero es cierto que es una realidad que se comienza a desmitificar a fuerza de una crítica constante. Así se sientan las bases para que semejante ficción tenga un éxito casi inverosímil: deconstruyendo el relato imperante que dotaba a la política de un pulcro velo invisible, para darle las características de juego de poder, entendido como un cuidado ajedrez donde cada pieza encaja con un sentido, y donde las más fuertes se comen a las más débiles.
«Así es como se devora a una ballena, un mordisco a la vez».
Ahora podemos encontrar la clave para entender por qué este personaje mantiene en vilo al mundo entero (estamos hablando de ratings casi descomunales el día del estreno de la segunda temporada). Hay un relato de ficción y realidad que parece estar contándonos cómo es la vida dentro del Capitolio y el camino hacia el mando: no en vano la narración está montada en un falso documental. Esta serie supo mostrar las incómodas miserias del poder de un modo tan paradójicamente cómodo que hasta el propio Barack Obama se hace un espacio para sentarse a devorar los trece episodios que propone Netflix.
¿Qué hay en un hombre como Francis que nos atrapa tanto? Para empezar, tenemos que concederle a Kevin Spacey el hecho de que nadie podría llevar adelante ése personaje como él, y que está aparejado con Robin Wright (como Claire Underwood) que le sigue el paso sin problemas, creando otro personaje solemne que lo complementa con exquisitez.
Pero no podemos discutir que amamos la imperfección en los héroes (al fin y al cabo, es lo que hace que nos identifiquemos con ellos y que justifiquemos todas sus dudosas empresas). Eso es lo que los convierte en antihéroes, una figura más admirada todavía, que marca una tendencia a la hora de escribir guiones, por aquello de que el muchachito bueno que siempre resuelve todo con las de la ley, encierra a los malos y se queda con la chica, está ya muy pasado de moda.
No podemos discutir que Underwood tiene sus motivos, después de todo, él es también víctima de su propio sistema, cayendo de igual manera en las redes de la traición. Por eso validamos y asentimos ante su toque de Maquiavelo, esperando verlo usar todas sus artimañas para desactivar a quien se le interponga y lograr su sórdido cometido. De tanto en tanto, nos horrorizamos un poquito, y luego volvemos a la normalidad, disfrutando de verlo triunfar, y sintiéndonos satisfechos junto a él cuando nos canta las verdades más penosas.
«El amor de la familia. Muchos políticos están atados a ese eslogan: los valores familiares. Pero si andas con prostitutas y yo me entero, voy a hacer que esa hipocresía duela».
Cuánta culpa y cuántas epifanías despertó al decir “la democracia está tan sobrevalorada…”. Francis es lo mejor y lo peor de House of Cards, es lo que amamos y lo que odiamos, lo que combatimos y lo que a ciegas defendemos. Esto nos sucede como televidentes y como ciudadanos del mundo en busca de tener siempre afilada la mirada crítica, aunque se nos escape la presa de tanto en tanto.
Un grupo de hombres y mujeres se mantienen a la espera. Calculan, miden, corrigen, vuelven a medir. Cuando el reloj marque las doce todos los ojos estarán puestos en ellos, aunque a lo lejos, ni siquiera nos daremos cuenta. Nadie reparará en el abultado grupo de desarrolladores e ingenieros que se ocupó de que estuviéramos ahí, mirando, deseosos de ver un episodio más, sin importar jornadas de estudio o trabajo, sin importar siquiera que la cita del 14 de febrero era con aquel inescrupuloso y carismático político, ahora devenido en el Señor Vicepresidente, a fuerza de más insomnio y codazos.
La maquinaria que operó detrás de cada ordenador que daba play a la segunda temporada de la serie, tenía como premisa la perfección y la exactitud. Alguien alguna vez dijo que en ése sentido de perfección se escondía el éxito, aquel que convierte a Netflix en el némesis de todo aquel que hoy por hoy orienta su plan de negocios hacia las producciones originales. A la luz de esto, a aquella sala de Los Gatos, California, le sienta muy bien el nombre war room.
La lealtad, el patriotismo, la moral y hasta la familia, son conceptos que se dan vuelta completamente en esta serie. La segunda entrega no nos decepciona (siempre hay un miedo al ritmo de las segundas temporadas). Si bien es cierto que el primer episodio marca un nivel de relato que a los siguientes les cuesta alcanzar, es claro que los escritores no han hecho nada de esto por azar. Francis sigue ascendiendo, hasta donde se pueda, hasta donde él mismo se lo permita o hasta donde algún día, tal vez, el periodismo y otros como él lo dejen.
¿Creían que Francis Underwood se había olvidado de nosotros? No. Eso quisieran muchos.