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De las buenas cosas que nos ha permitido la llegada de Netflix, una de las mejores es la posibilidad de oír multiplicidad de voces y aproximarnos a realidades que ignorábamos. En la prehistoria de la plataforma que crearon Reed Hastings y Marc Randolph, la oferta de series internacionales se limitaba a los Estados Unidos y, de manera excepcional, a Inglaterra. La televisión por cable y el subtitulado representaron un salto de calidad innegable: conocimos el idioma original y la voz de los actores que nos negaba la vieja televisión abierta, condenada al doblaje.
Este presente es una fiesta para los sentidos. A un click de distancia disponemos de ficciones suecas, finesas, islandesas, croatas, italianas, danesas, australianas,francesas o belgas, además de producciones de países limítrofes y del resto del continente. Después de Dark, Alemania hace un segundo aporte con Perros de Berlín, un policial que le suma al género un par de virtudes como para no desentonar con la tradición norteamericana, la calidad británica y la fuerza arrolladora de las series escandinavas.
No debe ser demasiado sencillo lograr perspectivas originales en temáticas que aborda medio mundo, pero la creación de Christian Alvart se las arregla para seducir con los perfiles de sus protagonistas. El afán de abarcar demasiados temas oscurece algunos de los episodios y les quita ritmo, pero la dupla central consigue sortear los obstáculos y avanzar hacia una resolución que invita a una segunda temporada.
La clave está en los detectives obligados por la superioridad a compartir la investigación de un crimen que conmueve al país y que tiene implicancias políticas, sociales, deportivas y económicas. Felix Kramer encarna a Kurt Grimmer, un policía con una ética sui generis; adicto al juego, con severos problemas financieros y una doble vida que lo mantiene despierto más allá de la medianoche, procurando responder a las demandas domésticas de una esposa y una amante y los hijos de ambas.
Para completar un perfil lleno de complicaciones, Kurt integra una familia berlinesa que añora a Hitler. Y el espectador se lo pasa temiendo que él no sea muy distinto a su madre -una suerte de caricatura nazi- y a su hermano, un matón siempre al borde de la explosión.
Para avivar el interés, le ha tocado en suerte acompañar a Grimmer a Erol Birkan (Fahri Ogün Yardım) un alemán de ascendencia turca que es gay y que desarrolla su labor en un ámbito con elevada dosis de machismo. El dúo parece inviable pero a fuerza de buena química se vuelve atractivo y querible.
La excusa para mostrar las tensiones que anidan en el bajo mundo berlinés es el asesinato de Orkan Erdem, un futbolista alemán de padres turcos que es el Messi de la selección germana y al que arrojan desde lo alto de un edificio, un día antes de un partido clave y apasionante; el que deben disputar los combinados de Alemania y Turquía.
Por una circunstancia absolutamente fortuita, el primer policía que llega al escenario del crimen es Grimmer, quien pone a funcionar su cerebro no solo para descubrir al homicida sino para tratar de ocultar la muerte del delantero. Es que el policía sospecha que lo puede salvar una apuesta ganadora y sabe que es el único que conoce el dato clave: el conjunto de su país, favorito por la localía, no podrá contar con la estrella capaz de ganar el cotejo.
Perros de Berlín sobrevuela todo el tiempo el tema de la inmigración y exhibe con especial crudeza la reacción de grupos fascistas, dispuestos a romper cabezas para alejar a elementos foráneos. La única temporada disponible hasta el momento tiene 10 episodios, algunos de los cuales se resuelven con más fortuna y limpieza que otros.
La serie alemana conquista con buenas armas: actuaciones convincentes y una cierta dosis de originalidad. Para el recuadro, en el primer episodio, Kurt Grimmer se encuentra, de madrugada, en la casa de su amante, una mujer que lucha contra sus adicciones y que suele prestarle a sus hijos una atención dispersa. Convocan al policía a la calle donde yace, abandonado, el cadáver de Orkan Erdem. Y él llega en su auto, del que se baja con el bebé de su amante en brazos, en sandalias y con soquetes, un atuendo idéntico al que popularizó aquí en su retiro veraniego Roberto Lavagna. Después de eso no hay retorno. El espectador se queda a ver el siguiente capítulo.