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Hace un tiempo (más o menos desde la irrupción de Netflix en la producción y reproducción de contenidos) se ha instalado entre los fans y los analistas de series de televisión el debate en torno a la conveniencia y desventajas de ver una o varias temporadas de un solo tirón. Hay quienes entienden el asunto como una problemática impuesta desde la aparición de House of Cards, a la que luego se sumaron otras historias contadas en el mismo formato y en nuevas plataformas, como es el caso de Amazon. Desde esta mirada, Netflix y compañía no han hecho sino crear una horda esclavos de las series, que no son capaces de despegarse de la pantalla hasta finalizar todos los capítulos disponibles.
Pero lo cierto es que, si los contenidos audiovisuales fueran como las personas, las series de televisión serían aquellas que siempre dan muchas vueltas antes de llegar al punto de una cuestión, de esos que hablan y hablan sin parar durante horas y solamente después de una larga (y a veces aburrida) espera, sueltan en un momento el tema central de lo que quieren contar. Parece una comparación un tanto extremista, pero pensemos en las monótonas existencias de muchos de nuestros personajes favoritos de la pantalla chica, algunos de los cuales han debido dar más de una vuelta en círculo para salvar una temporada de relleno.
Y aquí, de nuevo, como buenos aficionados a las series, estamos divagando antes de llegar al punto central: las maratones seriéfilas no han sido impuestas por la irrupción de las plataformas de streaming, sino que están en la propia naturaleza de las series desde mucho antes de esta revolución televisiva, porque precisamente han sido pensadas para enganchar y atrapar. Antes de que estos nuevos formatos aparecieran en escena, ya habíamos encontrado nuestras maneras (más o menos legales, pero siempre existentes) de devorar toda una serie en un solo golpe para poder estar al tanto en los temas de conversación cotidianos. Antes de Netflix ya nadie se quería quedar afuera cuando se hablaba de tal capítulo o tal otro o de alguna nueva maravilla propuesta por HBO.
Así fue como hubo que encontrar la forma de visionar dos o tres temporadas completas, ya sea para saber por qué tanto alboroto con alguna u otra ficción o porque sencillamente algunas son irresistiblemente atrapantes. Sacrificamos horas de estudio, de sueño y de ejercicio sentados frente a un ordenador dando play una y otra vez. Éramos unos grandes maratonistas antes de que nos esclavizara el streaming, aunque algunos opinen que con esta metodología simplemente nos perdíamos de toda la diversión y del verdadero significado de ver una serie.
Lo que sí planteó un inconveniente –del que antes tampoco estábamos del todo exentos- con la aparición de Netflix fue el hecho de que todos podían manejar el ritmo y la frecuencia para ver las temporadas completas que el sitio ofrece. Y qué difícil para algunos seguirle el ritmo a House of Cards, Orange is the New Black o a cualquier otra serie producida para este formato si a los dos días de subida una temporada ya tenemos comentarios de todos colores en las redes sociales anticipándonos todo lo que va a suceder.
Para el fanático de una serie, muchas veces es una carga el saber que en cualquier momento alguien va a soltar algún dato clave sobre su personaje favorito o sobre un esperado final. Otros, comprenderán que la verdadera magia de la televisión está en el camino que los lleva hacia el hecho definitorio, sin importar un dato o dos. Pero nuevamente, es un problema que teníamos desde antes, aunque en menor medida, todos los que hemos llegado tarde a la locura masiva instaurada en torno a Breaking Bad o The Walking Dead.
La era dorada de las series ha venido, entre otras cosas, con una gran ola de sensibilidad y acuerdos tácitos sobre qué se debe contar y qué no. Ahora las tramas parecen estar cubiertas por una suerte de manto sagrado y cada uno de los que devela el misterio debe firmar algún tipo de acuerdo de confidencialidad. Y en una época signada por la disponibilidad de temporadas completas, el temor al spoiler genera mucha más ansiedad para correr a ver todos los episodios disponibles, antes de que algún osado nos arruine el final.
Si vamos a enfocarnos en la conveniencia de pasar un fin de semana encerrados en alguna eterna maratón, el verdadero problema es que vamos a perdernos de analizar y masticar cada episodio. Una gran contradicción de la series y de su propio formato, porque así de adictivas como son, muchas son más difíciles de digerir que otras. No es lo mismo lanzarse a una maratón de Friends que hacerlo con True Detective, por ejemplo.
Lo que catapultó el fanatismo por las maratones pudo haber sido precisamente el no tener disponible el próximo capítulo por una semana o más. Cuando nos dieron la posibilidad de manejar la disponibilidad a nuestro antojo, corrimos a hacer uso de nuestro merecido premio, como un niño al que se le prohíben las golosinas por un mes. Algunos, nos hemos dado tantos atracones que casi no podemos pasar una más. Otros, fieles a su personalidad seriéfila, no conciben el mundo sin el insomnio, los ojos cansados y las barrigas llenas de una exultante maratón.