Te recomendamos:
Cuenta la historia que William Masters –brillante ginecólogo y obstetra, adelantado a su tiempo y ávido investigador de la sexualidad en todas sus aristas- conoció a una tal Virginia Johnson y juntos emprendieron un viaje por los más íntimos rincones del cuerpo humano, haciéndose las preguntas que en los tímidos años cincuenta nadie se atrevía a formular. Trabajaron juntos en un estudio sobre la respuesta del cuerpo durante las relaciones sexuales, concluyendo en sendas publicaciones que rompieron una barrera en lo científico y lo social. La historia también cuenta que en pleno desarrollo de la investigación, Virginia y William se sintieron atraídos y que de algún modo acabaron teniendo un romance atravesado fuertemente por las implicancias de la temática que los ocupaba.
Hasta 1971 William fue un hombre casado llevando adelante una familia más o menos ejemplar. En ése año, las relaciones con su primera esposa finalizaron en divorcio y su romance con Johnson devino en matrimonio. Claro que no todas las historias románticas deben concluir con un final feliz: hacia principios de la década de los noventa la pareja se divorció y poco tiempo después, Masters se casó con quien sería su esposa hasta el día de su muerte. A este punto, la comparación entre lo que puede pasar en Masters of Sex, la serie basada en esta historia (tomada del libro Masters of Sex: The Life and Times of William Masters and Virginia Johnson, the Couple Who Taught America How to Love, de Thomas Maier), son puras conjeturas. No sabemos hasta dónde nos van a llevar Lizzy Caplan y Michael Sheen interpretando a estos personajes, pero sí sabemos una cosa que comenzamos a vislumbrar desde la segunda temporada: a veces no hay lugar para los episodios de novela y el romance tiene esa forma silenciosa de arruinar todo.
En la producción de Showtime (una de las más brillantes de su época, por cierto) William es un exitoso ginecólogo, obstetra y especialista en fertilidad. Está no muy felizmente casado con Libby (Caitlin Fitzgerald) y conocer a Virginia le significa un quiebre en su vida, que ya venía gestando un cambio interno y que manifestaba cierta inconformidad con los mandamientos sociales de la época. Trabajar con Virginia y comenzar una relación sexual con ella lo ayuda a completar su viaje interno, no sin antes ahogarlo en un mar de confusiones. Por su parte, ella es presentada como una mujer liberada y sin prejuicios que siempre va detrás de lo que desea sin hacerse demasiados planteos morales o existenciales. El complejo y retraído mundo de William se abre gracias a una bella y liberal mujer que entiende el sexo de la misma manera que él espera que lo entiendan los demás.
Si bien es cierto que la primera temporada es un despliegue de sexo, dildos y relaciones extramatrimoniales, la serie comienza a crecer hacia el lado que muchos temen: el enamoramiento y la profundidad emocional. Masters of Sex es una de las mejores ideas que nos ha brindado la televisión en los últimos años y tiene bien justificada su reputación de ser candidata a destronar a Mad Men. No es fácil lograr un guion que ensamble escenas de sexo con tanto desenfado y a la vez, con tanta clase. Tampoco es fácil creerle toda la cantinela sexual a un tipo como el Bill Masters de Michael Sheen (quizás sea por el propio Michael Sheen) y sin embargo, ahí está todo: el sexo en la intimidad y tras el vidrio de un consultorio, la homosexualidad que pide a gritos ser liberada y la necesidad latente en una sociedad pacata de romper con las cadenas de una moral absurda. Pero conforme la serie crece, la relación toma otro color y los conflictos de los otros personajes comienzan a salir a la superficie.
A medida que la trama avanza, aparecen otras aristas de la sociedad de la época: la discriminación llevada al extremo de los crímenes raciales y los prejuicios de todo tipo, sumándose a la lucha que arrastraba la primera temporada por la necesidad de apertura mental frente a la homosexualidad. Vemos con horror –gracias al hecho de que se encuentran perfectamente documentadas- los pensamientos y discursos que eran tomados como normales: intentos de curar la homosexualidad o la sentencia de que un hombre, si no puede funcionar, no sirve como tal y no merece ser llamado así. Una versión más psicológica y emocional de la serie que en la primera temporada conocimos entre desnudos y burdeles.
En la segunda temporada aparece otro Bill. Comienza a develar las razones detrás de su personalidad y se ve visiblemente afectado por el manto de silencio sepulcral que recubre su relación con Virginia. Ambos saben que se han movido de sus razones puramente científicas, para luego suceder en amantes y finalmente –aunque ninguno de los dos pueda verlo- en una especie de enamorados a segunda vista. Es un aviso que teníamos desde el comienzo, una posibilidad que contemplamos en una historia de estas características. Así, la serie de Michelle Ashford disminuirá su carga erótica como una metáfora del crecimiento de la relación entre los protagonistas, menos sexo y algo así como más amor.
Y con el amor vendrán otras complicaciones que simplemente no existían cuando el sexo era ciencia o cuando el sexo era pasión desenfrenada. Ellos se atraen precisamente porque parecen ser los únicos que entienden las relaciones sexuales desde lo fisiológico y sin tabúes, fuera de los conceptos de la época que ubicaban a la mujer en el lugar de esposa y madre, donde existía escasa información sobre su cuerpo y donde la intimidad no tenía mucho más sentido que el de procrear. Y lo que une profundamente a esta dupla de una manera única, es precisamente aquello que tiene el potencial para separarlos.
Con el amor llegó la decepción, el desengaño y el miedo absurdo e infantil a que el otro no ame de la misma manera. Con el amor llegaron las borracheras vergonzosas, las decisiones estúpidas, el desfile de lástima e inclusive la impotencia sexual. Con el amor no queda nada, porque ellos mantienen una relación que no puede existir (por aquello de que Virgina es dueña de un corazón infiel y despiadado, mientras Bill es un hombre de familia), pero que si existiera los haría terminar peor.
Un día ella está llorando, él se conmueve, le toma el rostro y la besa. Sólo eso y nada más. Nada de sábanas revueltas ni asaltos pasionales. Y el principio del fin comienza así, como en cualquier relación de la vida cotidiana. “Nosotros somos lobos solitarios, desplazados de la manada por nuestro rechazo a conformarnos”, sentencia casi marcando un final el Doctor Austin Langham (Teddy Sears). Y ésa es la razón por la que Bill y Virginia no pueden (o no deben) estar juntos. Ambos son dos lobos solitarios, ninguno de ellos con capacidad para amar más allá de su persona, tan iguales que son oscuramente opuestos. Si la serie termina en felices para siempre, entonces a nosotros nos restará imaginarnos que después de dar el sí, el tedio y la monotonía van a separarlos de todos modos y a llevarlos en busca de nuevos horizontes, que ni él ni ella son navidades en familia, actos escolares, máscaras faciales y largas noches de silencio y pijamas abrigados frente al televisor.
Aunque la historia no nos cuente esa parte, un final feliz no siempre significa juntos y lo que todo el mundo quiere no siempre es lo más conveniente. Entenderemos que la realización a veces corre por senderos egoístas y que hay mil maneras de amar, sólo que no todas implican círculos cerrados, casas con perros en el patio y asados dominicales. La serie va escalando por la relación clandestina y llega al punto alto cuando la desesperación, la anticipación los celos y los impulsos más irracionales son aún la parte más linda del amor (sí, más linda). Por eso queremos que se den cuenta de que están enamorados y que de una vez lo sepan todos. Pero luego de eso ya no va a gustarnos tanto, si es como encasillar dos almas libres, si total ya sabemos que Masters y Johnson no están destinados a una vida normal.