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Sabemos de sobra que Netflix es una gran factoría de productos maravillosos. Y lo hemos comprobado con todas las temporadas de Orange is the New Black y House of Cards, solo por mencionar dos de las series más aclamadas del gigante de streaming. Pero también es cierto que además de despacharse con estas grandes creaciones, Netflix es un hábil vendedor. Por aquello de que uno se hace la fama y luego se acuesta a dormir, poco le costó a esta empresa conseguir que cada idea que ofrece tenga una gran aceptación, más si tenemos en cuenta que venimos de unas producciones originales que verdaderamente son para hacer reverencias.
Es así que tal vez, si Sense8 nos fuera ofrecida por alguna otra cadena, probablemente la miraríamos con desdén y después correríamos a ver algún capítulo de nuestras adoradas ficciones mainstream. Pero ocurre que Sense8 es otra de las ideas originales de Netflix, y todo buen usuario de esta plataforma siente al menos curiosidad por cada nueva propuesta que allí aparece. Lo que ocurre con las tramas orientadas hacia la ciencia ficción es que suelen tener impacto en algún rincón muy oscuro y diminuto de las audiencias, y la mayoría de estas creaciones rara vez asoman la nariz por la puerta de los Emmys.
En este caso, nos enfrentamos a un entramado de historias que vienen de la mano (y de la creatividad) de Lana y Lilly Wachowski (Matrix), donde la ciencia ficción puede ser tomada apenas como un condimento, dependiendo de los ojos que la miren. Es que Sense8 abarca un mundo muy complejo y compone una propuesta contundente, oscura e intrigante, donde el costado fantástico es apenas un aspecto (casi) menor. No se trata aquí de una ficción al estilo de Helix, 12 Monkeys o hasta The Leftovers, donde lo sobrenatural cobra un protagonismo determinante y se nos invita a pensar el mundo de una manera completamente diferente.
Sense8 nos cuenta esta historia (o este ramillete de historias) como si tranquilamente pudieran estar aconteciendo en este momento sin que nosotros lo sepamos, orquestando esta suerte de realidad paralela como algo tangible y tranquilamente posible. La serie nos presenta en primera instancia a una mujer de nombre Angélica (con el paso de los episodios podremos vislumbrar que allí se quiso establecer una simbología), que minutos antes de morir establece varias conexiones con diferentes personas en partes opuestas del mundo, dejándonos entrever que a partir de ella se nacerá una unión entre diferentes individuos que comenzarán a compartir un lazo común, a pesar de que jamás se hayan visto personalmente.
La serie trabaja fuertemente el concepto de resonancia límbica, algo así como una conexión íntima latente, una especie de habilidad psíquica que todos poseemos y que es mucho más tangible, por ejemplo, en el caso de una madre con su hijo. Dos personas de cualquier origen pueden compartir ésa unión emocional profunda logrando sentir lo que el otro siente y vivir determinadas experiencias del otro como si ambos vibraran al unísono. Este concepto, que se refiere principalmente a la capacidad de lograr la empatía más perfecta, podría describirse como ése hilo conductor invisible que nos ata a todos los seres humanos, aunque muchos de nosotros no seamos capaces de percibirlo.
Dado este contexto, las relaciones invisibles entre un grupo de personas en diferentes latitudes del mundo empiezan a hacerse más fuertes a partir de ésa primera conexión con Angélica/Ángel (Daryl Hannah). De un grupo anterior del que poco conocemos, nace una nueva red de sensates (así es como se denominan a las personas que comparten esta capacidad), ensamblando a ocho personajes que, a priori, lo único que comparten es el hecho de haber nacido un 8 de agosto y tener un rango de edad más o menos homogéneo.
Por un lado, tenemos a Will Gorski (Brian J. Smith) como un policía de Chicago atormentado por un escabroso suceso de su niñez. En Londres, aparece Riley Blue (Tuppence Middleton), una DJ con un pasado complejo y unos encantadores aires de chica cool (que sobresale, además, como una de las mejores actuaciones). Sun Bak (Bae Doona) es una mujer de negocios en Seúl, en quien descubriremos unas asombrosas habilidades para el kickboxing. Mientras tanto, Kala Dandekar (Tina Desai) está luchando con el dilema moral que le produce casarse con un hombre que no ama en Bombay y Nomi Marks (Jamie Clayton) vive en San Francisco junto a su novia y trabaja como bloguera.
Entre las otras historias individuales que se representan, aparecen Lito Rodriguez (Miguel Ángel Silvestre), un actor que vive en México y que aún no logra encontrarse a sí mismo para poder hacer pública su homosexualidad; Wolfgang Bogdanow (Max Riemelt), un ladrón de Berlín que se dedica al crimen organizado; y Capheus (Aml Ameen), un hombre humilde de Nairobi que intenta desesperadamente ganar algo de dinero extra para poder comprar medicinas para su madre.
Expresado de este modo, los personajes sueltos no nos dicen nada. Algunos de ellos llevan vidas dolorosas y asediadas por asuntos no resueltos del pasado, otros luchan día a día para poder cambiar su presente. Pero lo mejor comienza cuando todas estas experiencias se unen y comienzan a darse sentido una a otra en un modo que ni ellos mismos terminan de comprender. A través de visiones (el término correcto sería capacidades de bilocación), pueden comunicarse y sentirse, más allá de los idiomas o de cualquier diferencia sociocultural.
Así como esta serie explora temas profundos, como la sexualidad, la identidad de género, la religión, la espiritualidad y las cuestiones políticas; también cae –en el afán de representar distintas realidades- en el recurso de los clichés y los estereotipos. Esto se evidencia especialmente en Lito Rodriguez, que representa a grandes rasgos todos los atributos ya vistos hasta el hartazgo cuando una producción norteamericana busca componer a un latino. Por el otro lado, está la asiática que resulta ser muy hábil en las artes marciales; las lesbianas desaliñadas; el pobre pero bueno y el amor, el amor, el amor, el elemento sin el cual, parece que no funciona nada.
Lo que en algunos momentos parece una obra lúcida, por algunos minutos se diluye causándonos ésa sensación de querer escondernos bajo la mesa al escuchar ciertos diálogos. Por otro lado, algunas de las interpretaciones quedan muy por debajo de lo esperable, especialmente en el sector más novato del reparto. En este sentido, el guion es un tanto inconstante: nos atrapa y nos pierde con cada cambio de escenario, queremos dejar de ver el episodio urgentemente, pero no podemos parar. Lo que sucede es que, si bien se ha trabajado correcta y concienzudamente en pos de la construcción de la verosimilitud, a algunos pobres personajes les han tocado líneas para morirse de la vergüenza y actores que se ven bastante limitados en sus capacidades escénicas.
Pero a Sense8 hay que tenerle un poco de paciencia: hacia el final de la primera temporada todo va tomando color y vemos una frescura que nos da esperanzas para entregas futuras. A algunas series les cuesta un poco más dar ése paso y unas cuantas pagan este desacierto con su propia continuidad. Pero por suerte para esta propuesta, hay un buen concepto que respalda al resto de los elementos, sosteniéndolos para que no se caigan mientras viene el plato fuerte.