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En los últimos tiempos los muertos se han convertido en los protagonistas de las series de televisión. Primero fue True Blood y sus vampiros posmodernos, luego The Walking Dead y Dead Set haciendo que los muertos vuelvan a la vida en sintonía con el texto bíblico y su resurrección de la carne el día del juicio final. Más tarde llegó Resurrection en el que los muertos vuelven misteriosamente a la vida pero sin ser zombis. Y ahora llega el turno de los que sencillamente desaparecen de la faz de la tierra, sin dejar rastro y sin explicación en el recientemente estrenado culebrón The Leftovers.
De la mano de Damon Lindelof (Lost) y basada en el best-seller de Tom Perrota (publicado en español como Ascensión) la cadena HBO intenta llenar el vacío que dejó True Detective y que dejará True Blood (transitando su última temporada) con esta historia del género fantástico-bíblico en la que el apocalipsis se muestra de una manera diferente: la minoría salvada por Dios se va al cielo sin más trámite y los miles de millones de humanos que quedan en la Tierra tienen su propio infierno en vida.
Porque la historia es sobre los que quedaron y no sobre los que se fueron, y por eso Lindelof abrió el paraguas y en una entrevista previa al estreno dejó en claro que no habrá explicación para las desapariciones ya que lo que le interesa no es eso sino los conflictos y problemas que deben enfrentar en su cotidianeidad los que no sobrevivieron, es decir, los que se salvaron. Parece complejo pero no lo es, por lo menos para quien conoce algo de los credos cristianos salvacionistas. Si te quedas en la Tierra es porque no te eligieron para ir al cielo y si no te eligieron no te salvas. Claro como el agua. O por lo menos debería serlo.
Hasta aquí pintaría un culebrón con múltiples personajes en el que se destaca el consabido y remanido tema de la familia tipo norteamericana y sus conflictos estereotipados que ocupa el centro de la escena, o las otras familias disfuncionales de ese pequeño pueblo que por supuesto está bastante corrompido en varios sentidos. Aun así podría funcionar porque el melodrama siempre paga las cuentas y la familia, como sabemos, es el núcleo básico de nuestra sociedad occidental y cristiana.
El problema es que Lindelof mete mano y ahí empiezan a aparecer y desaparecer ciervos en el jardín de tu casa, o una secta apocalíptica cuyo signo distintivo es que constantemente están fumando cigarrillos, o un tipo con cara de malo y armado de una escopeta que recorre el pueblo en una camioneta matando los perros de los que desaparecieron, o un gurú-vidente que tiene un harem de mujeres asiáticas a su servicio al que acuden políticos y personalidades para que les de la paz que buscan, y otros absurdos que se suceden uno tras otro.
La fórmula es simple y conocida. Haz cualquier cosa por más absurda que parezca que si algún telespectador dice que no entiende o que quiere que le expliquen es porque es un tarado. La viveza Lindelof (y no solo de él) es esa: yuxtaponer sin ton ni son cualquier cosa, literalmente, y dejar que el telespectador haga el resto. Es decir, que se pase horas intentando interpretar lo que no tiene interpretación, creando wikipedias de lo absurdo.
De modo que el que se quema con leche una vez. Y si vuelve a hacerlo, es porque le gusta. Como no me considero dentro de ese grupo social es que no le voy a hacer el juego a Lindelof y su modo fácil de ganar dinero. Me quedo entre los que se salvan de perder su tiempo y me voy a ver, por enésima vez, Twin Peaks, hasta que HBO haga que vuelva True Detective.