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Dejemos en claro una cosa: The Girl on the Train no es Gone Girl y la pluma de Paula Hawkins no es equiparable a la de Gillian Flynn.
En lo único que se parecen, es en que ambos libros (best sellers) fueron llevados rápidamente a la pantalla en un corto lapso de tiempo. Uno, Gone Girl, fue dirigido por el maestro David Fincher y se convirtió en uno de los mejores films del 2014. El otro, fue dirigido por Tate Taylor (Pretty Ugly People, The Help) y probablemente en dos o tres meses nadie lo recuerde.
Rachel (Emily Blunt) es una mujer llena de problemas. Tras divorciarse de Tom, se ha vuelto un alma en pena. Está desempleada, tiene problemas de alcoholismo, y su único pasatiempo es ir de una ciudad a otra en tren, pasando las horas hasta que llega la tarde y es tiempo de volver a casa.
Esa rutina monótona y sin sentido, para Rachel significa otra cosa. Ella se sienta del lado de la ventanilla y todos los días de su vida pasa por el mismo barrio, contempla las mismas casas, observa a la misma gente. Pero ese barrio no es cualquier barrio: es aquel donde vivía con Tom (Justin Theroux), en un pasado ya lejano en el que supo ser «feliz».
Pasar con el tren por aquellos lados es volver mentalmente a esa casa donde todo parecía perfecto. Pero hoy esa casa está habitada por Anna, la nueva mujer de Tom, con quien tiene una pequeña hija.
Pasar con el tren también significa observar a la pareja vecina de Tom: Megan y Scott (Haley Bennett y Luke Evans). Esta pareja «perfecta» obsesiona a Rachel. Desde la ventanilla del tren, ellos se ven enamorados, felices, parecen tener la vida que Rachel perdió y tanto anhela. Como ella no sabe sus nombres, los inventa; imagina sus profesiones; fantasea situaciones: Rachel cree tener una conexión con ellos, a pesar de que nunca los ha visto cara a cara.
Con el correr de los minutos, The Girl on the Train introduce al espectador en la vida de estas mujeres importantes para el relato, pero no lo hace desde el punto de vista de Rachel sino a través de flashbacks, una enorme cantidad de flashbacks que estructuran el film casi en su totalidad.
A Rachel, esta mujer que ha perdido el rumbo, que se ha refugiado en el alcohol y que a causa de ello sufre lagunas mentales – nunca recuerda lo que hizo la noche anterior- se le suman Megan, una joven que no es tan feliz como Rachel piensa y que está atrapada en una relación enfermiza, con un marido celoso y controlador; y Anna, la mujer de Tom, una ama de casa descontenta con su vida, que todavía sufre las visitas inesperadas de Rachel, a quien no puede sacar de su vida por completo.
Esta estructura a base de flashbacks sirve para ordenar el relato, dejar en claro quién es quién y preparar el terreno de cara al «conflicto principal» de la película: la desaparición de Megan.
A partir de ese momento, The Girl on the Train se transforma en un thriller psicológico, que sitúa a Rachel en el ojo de la tormenta. Ella dice haber visto algo clave que puede servir para la investigación, pero sus problemas de adicción y las lagunas mentales no sólo la vuelven una fuente poco confiable, también la convierten en una posible sospechosa.
El film desparrama las piezas de este rompecabezas, que el espectador tratará de armar para llegar a la verdad. El problema es que lo hace a un ritmo tan pero tan lento y aburrido, que hacia el final da lo mismo quién hizo qué. No hay verdadera intriga, no hay tensión en el relato. Los hechos se suceden sin generar un real interés, los personajes aparecen y desaparecen sin ton ni son, y la historia avanza como puede, sin convicción.
En The Girl on the Train es imposible empatizar con un personaje. Todos son chatos, unidimensionales y detestables. Así y todo, Emily Blunt hace un trabajo más que digno y sale airosa de un film sin pena ni gloria.