Te recomendamos:
“Fassbinder y yo éramos políticamente diferentes. Pero como persona siempre lo aprecié. Me fui a Perú para la pre-producción de Aguirre cuando él acababa de hacer sucesivamente y muy rápido sus cuatro o cinco primero filmes. No era cuestión de que llegara allá con las manos vacías. Algo está pasando actualmente en el cine alemán, es preciso que se los muestre. Entonces llevé conmigo copias de 35 mm de ocho o diez películas. Y entre esa decena de filmes había dos de Fassbinder: El chivo, creo, ya no recuerdo cuál era el otro.
Fassbinder no sabía que yo había hecho eso. Cuando volví, me llamó y me pidió verme. Apenas hube entrado a la pieza, me estrechó muy fuertemente en sus brazos. Ya estaba gordo en esa época. Todos los hombres alrededor, vestidos de cuero, me observaban con una mirada suspicaz. A Fassbinder lo había emocionado que, sin siquiera habérselo pedido, yo hubiera agarrado dos copias de sus filmes para llevarlas a Perú. A partir de entonces fue muy amable y cálido conmigo.” – Werner Herzog, en entrevista con Hervé Aubron y Emmanuel Burdeau.
El anterior texto fue extraído de Manual de Supervivencia, un libro de entrevista a Werner Herzog. El libro es interesante desde el inicio hasta el final porque revela, principalmente, experiencias vividas por el director en algunos de sus rodajes, su opinión sobre aspectos políticos y sociales y algo sobre su gramática audiovisual.
En un momento del libro, Herzog cuenta la experiencia vivida en uno de sus primeros encuentros con el también alemán y director R. W. Fassbinder. Lo que atrajo mi atención del apartado extraído es que evidenciaba en la actitud de los dos directores, una postura amplia, libre e irrestricta respecto del vínculo que debe existir entre el espectador y la obra cinematográfica. Quizá porque los dos artistas comprendían que el arte es una expresión humana antes que una mera mercancía, que debe dialogar con el receptor audiovisual sin que medie siempre una retribución económica.
Si trasladáramos el encuentro de los directores a una situación contemporánea, Herzog habría tomado toda la filmografía de Fassbinder y la habría subido a Youtube o a Pirate Bay y éste, en vez de iniciar una acción jurídica contra Herzog, le hubiera agradecido por haber compartido sus películas a través de internet con todos aquellos que se interesaran en su arte.
Gracias a la incidencia de internet en nuestras vidas, el paradigma para acceder al arte ha sido modificado. Hoy en día podemos entrar en contacto, de forma gratuita o a poco precio, con diversas expresiones artísticas provenientes de distintas partes del mundo. Muy distante de lo que sucedía hace unos años.
Aún recuerdo las épocas en las que tenía que comprar cajas de cassettes para grabar, del amigo de otro amigo, el último álbum de una banda de punk o de hardcore que era difícil de conseguir en las tiendas musicales. Después emulaba con rapidógrafos la gráfica de los álbumes en el papel portada de mi nuevo cassette. De esta manera iba haciendo mi propia colección musical que también compartía e intercambiaba con otros amigos. En el modelo digital actual sucede en cierto modo lo mismo pero en vez de tener una estantería con cassettes, hoy tenemos una carpeta en la computadora que contiene múltiples trabajos de distintas bandas que se pueden descargar de diversos sitios en la red.
El paradigma que instaura internet permea las limitaciones de tipo geográfico y físico en las que se edificaba el modelo tradicional de las hiperventas de pocos productos, para impedir el libre acceso a múltiples contenidos artísticos. Geográfico porque muchas personas acudían ocasionalmente a una sala de cine por lo distante que estaban de ellas y físico, porque en las estanterías de una video tienda sólo podías contar con algunos títulos de un par de directores norteamericanos.
Pero ahora, con internet, las películas pueden llegar al hogar de muchas personas y además se cuenta con multiplicidad de títulos de distintos directores sin que eso demande tener espacio para su almacenamiento. Tal vez solo algunas gigabytes si uno decide descargarlas.
Las grandes editoriales y productoras musicales y audiovisuales han querido controlar durante años todo el mercado con su séquito de abogados para contrarrestar cualquier intento por difundir obra sin su autorización. Todo con la excusa de proteger el derecho autoral del artista.
La verdad es que del porcentaje de toda venta sobre libro, película o cd que sale al mercado, al autor le corresponde, a lo sumo, un 8%. Los que en realidad se llevan el mayor porcentaje por la explotación de los derechos autorales son las industrias que dicen proteger al artista. A ellos realmente no les interesa si al autor se beneficia económicamente con la realización de su obra, sino que el negocio de las hiperventas sea rentable y tener el dominio de la obra por años.
El verdadero artista está comprometido con la difusión de su arte y del arte en general. Compartir genera diversidad de criterio y pluralidad de los puntos de vista; y eso a algunos les produce miedo porque no pueden aceptar que se cuestionen los discursos hegemónicos. No en vano en tiempos pasados se quemaron libros y se cerraron imprentas. Hoy algunos restringen el acceso a internet.
La responsabilidad social del artista no está en contar historias marginales (opción totalmente válida) sino en comprometerse a generar vías y posibilitar medios para que cada vez más personas puedan acceder de manera irrestricta al arte y para que surjan más artistas sin importar su condición social. Ahí está el real poder transformador del arte. Lo contrario es estar de lado de un sistema industrial que sólo le interesa generar un producto para que el público inerte consuma mientras come pochoclo y toma coca cola. Como bien dijo Godard hace unos pocos años: “El derecho de autor realmente no tiene razón de ser. Yo no tengo derechos. Al contrario, tengo deberes.”
Seguramente Fassbinder sabía que su arte no estaba para engrosar su ego (del que abunda entre tanto artista Esnob) sino para transformar y movilizar al espectador. Por eso se emocionó cuando Herzog le contó que había llevado sus películas al Perú para mostrarlas. Después de todo, sin el espectador, no existiría la película